Foto: Unsplash/Timothy Dykes
Piénsalo: cada cosa en Estados Unidos, desde el sistema demócrata hasta los líquidos lavavajillas, todas se presentan como 'lo mejor', 'lo más grande', 'lo más eficaz', 'lo más poderoso', 'lo más rápido', 'lo más fuerte', 'lo incomparable' y, por supuesto, 'lo más grande'.
Venga ya.
En el séptimo grado de humildad de san Benito, todo sentido de superioridad es perforado.
Sin duda alguna: el séptimo grado de humildad de la Regla de Benito estaba pensado para nosotros. Es imposible, por supuesto, liderar el mundo en todo. Pero cuenta una mentira el tiempo suficiente y la gente será propensa a creerla. Y a reclamarla. Y a asumirla. Y lo hacemos.
Por ejemplo, según una encuesta de U. S. News and World Report, por tercer año consecutivo, Suiza ocupa el primer lugar como mejor país en general —Estados Unidos ocupa el octavo lugar—. La Unidad de Inteligencia Económica sitúa a Noruega en primer lugar en el índice internacional de democracia con una puntuación de 9.87; Estados Unidos, por otro lado, pasó de la lista de democracias plenas en 2016 a la lista de "democracias defectuosas".Al mismo tiempo, está bien documentado que somos el primer país del mundo en posesión de armas por civiles y que tenemos un alto índice de violencia relacionada con las armas.
Esto nos da que pensar. ¿Somos 'una nación superior'? ¿Superior a quién? ¿Superior en qué? ¿Y qué nos dice eso, como nación y como individuos? Por lo tanto, el séptimo grado de humildad de Benito cae con fuerza sobre nuestro orgullo espiritual y nacional. Toda pretensión de superioridad se vuelve engañosa. "No sólo en nuestros labios, sino también en nuestro corazón", nos dice este séptimo grado hacia una auténtica vida espiritual, "debemos admitir que somos inferiores a todos".
Debemos admitir que estamos hechos exactamente de la misma materia burda que cualquier otro ser vivo y sujetos también a esas mismas debilidades.
"Ser 'superior a cualquiera' es darnos el derecho a disponer, como queramos, de quienes son menos que nosotros, como la gente de color, como las mujeres, como los gais, como los refugiados, como los pobres": Hna. Joan Chittister
Nos enfrentamos aquí al momento de la verdad: en efecto, cada uno de nosotros es "inferior a todos". En esta regla para la vida espiritual del siglo VI, los hombres blancos, ricos y romanos son destronados; sin privilegios, se nivela su estatus, se califica su prestigio de falso y exagerado. No por la fuerza, sino por la verdad.
Es una verdad ante la que todos nos encogemos de horror. Y, sin embargo, dada la época y el sistema social en que se escribió la regla —con Roma en lo alto, los inmigrantes tratados como perros y los varones romanos como clase dominante—, es una revolución espiritual. Tanto entonces como ahora, la grandiosidad era el clima de la época. Decididamente, es una lucha aún no ganada.
En cada uno de nosotros ruge un juego de superioridad de suma cero que nadie gana, pero que nada lo acaba. Todo el mal que esa actitud desata en nosotros no hace sino convertir el mundo que nos rodea en un lugar más peligroso. Ser 'superior a cualquiera' es darnos el derecho a disponer, como queramos, de quienes son menos que nosotros, como la gente de color, como las mujeres, como los gais, como los refugiados, como los pobres.
En nuestro siglo, quienes se consideran superiores asumen que pueden deportar, ignorar, convertir en chivo expiatorio a quien quieran, como a los miembros más vulnerables de la sociedad y a quienes ven como 'diferentes' y etiquetan de 'indeseables'. Pueden amurallar a unos dentro o mantener fuera a otros. Pueden excluir a los que consideran inferiores social y económicamente. Pueden escribir leyes diferentes para ellos según su sexo, su color, su religión.
Pero solo quienes se saben inferiores a alguien en algún lugar por cualquier motivo —estándares nacionales o estatus social o dotes intelectuales, o simple y llanamente falta de preparación profesional— pueden entender honestamente el dolor de la exclusión y la supresión, la injusticia y la discriminación. Solo quienes son dueños de su propia inferioridad pueden aportar el bálsamo y la empatía necesarios para hacer de la comunidad humana una verdadera comunidad.
La tentación a la que nos enfrentamos al leer este séptimo grado de humildad 1500 años después de que se escribiera es descartarlo como mala psicología. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo de 'autoestima'. Al menos algunos de nosotros, en algunos lugares, para algunas personas. La verdad es, sin embargo, que este séptimo grado de humildad es, en el fondo, la mejor psicología posible. Cuando creemos que tenemos que ser los mejores, nunca podemos ser realmente nosotros mismos, ser honestos, estar abiertos a todos. Y lo que es peor, tendemos entonces a pasar por alto —a rechazar— los dones y las percepciones de los demás. Aislamos una parte de la raza humana de la otra.
Benito quiere formar en nosotros el tipo de grandeza que abre sus brazos al mundo. Quiere para nosotros un alma que trascienda las diferencias definidas como fronteras. Nos prepara para que nos entreguemos como puentes al resto del mundo, con la intención de curar las heridas y divisiones del planeta. Quiere que seamos lo suficientemente grandes como para estar dispuestos a reconocer y aceptar los dones que los demás ofrecen para nuestro propio crecimiento.
Este tipo de humildad nos permite aceptar las críticas sin rabia ni indiferencia y convertirnos así en más de lo que nunca pensamos que podríamos ser. Cuando estamos dispuestos a aceptar las críticas, somos capaces de aprender, de desarrollarnos, de llegar no solo a conocernos a nosotros mismos, sino también a ser compasivos con los demás. Ahora lo sabemos todo sobre el dolor y, por lo tanto, podemos sentir compasión por los que sufren a nuestro alrededor.
Entonces somos capaces de admitir y abrazar nuestra propia humanidad. Entonces nos damos cuenta de que no hay ninguna razón, nada en absoluto que ganar, jugando a ser superwoman o el próximo dios masculino. Cuando comprendemos nuestras propias limitaciones, llegamos a respetar la grandeza —y las limitaciones— de los demás.
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Ahora podemos ser dueñas de nuestras propias luchas. No hay razón para ser perfectas, ya que por fin sabemos que eso no existe. Al contrario. Nos damos cuenta de que, en realidad, son los escollos a los que hemos sobrevivido, el dolor que nos negamos a ocultar, lo que hace posible compartir nuestras cicatrices. Y no volver a quedar marcados al hacerlo.
Sobre todo, al echar la vista atrás y recordar todos nuestros enfados, todas nuestras mentiras, todos nuestros desplantes sobre los pecados de los demás, ahora nos sabemos capaces de lo peor. En la radiografía espiritual de la condición humana, por fin nos hemos descubierto como el ser humano más humano de todos. Y lo que es más importante, ya no tenemos que negarlo.
Desde mi punto de vista, hemos completado el viaje hacia nuestra propia humanidad. Somos humanos y lo sabemos. Entonces, ante nuestra propia lucha continua por llegar a ser —por levantarnos tan a menudo como caemos—, cuando vemos que los demás también luchan, podemos decir con auténtico corazón: "Ahí estaría yo, si no fuera por la gracia de Dios".
El séptimo grado de la humildad aporta el autoconocimiento, la autoaceptación que necesitamos para creer en el crecimiento y la compasión, tanto para nosotros mismos como para los demás.
Es aquí, en el séptimo grado de la humildad, donde finalmente aprendemos a no decir más: "Así soy yo". Ahora somos capaces de decir con muy buena voluntad y fe cierta: "Puedo llegar a ser más".
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el de abril de 2019.