Imagen: cortesía Religión Digital
Nota de la editora: Global Sisters Report presenta Al partir el pan, una serie de reflexiones dominicales que nos adentran al camino de Emaús.
"Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con ustedes’. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: ‘La paz con ustedes’. Como el Padre me envió también yo los envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos’". (Jn 20, 19-23).
Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, cerrando con este acontecimiento el tiempo de Pascua. Jesús Resucitado no se presentará más a sus discípulos, pero les deja el don de su Espíritu para continuar la tarea encomendada. El Evangelio de Juan que hoy se pone a nuestra consideración mantiene la lógica del envío del Padre al Hijo y del Hijo a nosotros. Porque el Padre envió al Hijo, el Hijo puede actuar con autoridad y enviarnos a nosotros. Y ahora somos nosotros los que con la autoridad que nos viene del Hijo podemos seguir discerniendo y actuando conforme al impulso del Espíritu.
El texto continúa explicitando las consecuencias, para los discípulos, de recibir al Espíritu: “A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados y a los que se los retengan les quedan retenidos”. Si leemos estas palabras pensando solo en el ministerio ordenado, lo limitamos al horizonte sacramental. Pero el texto es mucho más amplio en el contexto de una Iglesia Pueblo de Dios —propuesta de Vaticano II— o de una Iglesia sinodal, como la que ha querido impulsar el papa Francisco.
"La misión de la Iglesia es continuar predicando la Buena Noticia que llegó con Jesús, y posiblemente este simbolismo de las lenguas puede dar realce a este anuncio que se hace más allá de la propia lengua": Consuelo Vélez, teóloga laica
El don del Espíritu nos invita a ser gestores de perdón y reconciliación, de misericordia y acogida. Por parte de Dios siempre está la misericordia y el volver a empezar. Por parte de Dios solo existe la propuesta de salvación. De ahí que la vida cristiana ha de dar testimonio de ese amor de Dios que se desborda por la humanidad y que lo empeña todo, como lo hizo Jesús, con su propia vida, para garantizar la vida y vida en abundancia para todos y todas.
Lo de “retener los pecados” que podría entenderse en un sentido dualista de dos ofertas —de salvación y de condenación—, cobra sentido cuando lo entendemos como esa denuncia profética de no ceder antes las fuerzas del antirreino, de no dejar de luchar porque el pecado, fruto de la libertad humana, se denuncie, se contrarreste, se transforme.
Previo a este don explícito del Espíritu, Jesús ha saludado a sus discípulos con el don de la paz, propio también del Espíritu. Pero la paz no es un logro ya alcanzado sino una tarea a seguir conquistando. La paz entre los seres humanos se construye en el día a día, se restablece todas las veces que sea necesario, se busca sin cansancio, se persigue con esperanza sabiendo que, como don escatológico prometido por Jesús, la vamos saboreando en el aquí y ahora en la medida que trabajamos por hacerla posible.
Este día se lee también la lectura de Hechos de los Apóstoles en la que el evangelista Lucas relata el acontecimiento de Pentecostés, por supuesto en un relato más teológico que histórico, mostrando como el Espíritu se derrama sobre todos los que están reunidos en Jerusalén esperando la promesa que Dios ha hecho a los suyos.
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Sin lugar a dudas ha llegado el tiempo de la Iglesia en el que el Espíritu es el protagonista. Es muy interesante el símbolo de las lenguas. La misión de la Iglesia es continuar predicando la Buena Noticia que llegó con Jesús, y posiblemente este simbolismo de las lenguas puede dar realce a este anuncio que se hace más allá de la propia lengua —comenzaron a hablar otras lenguas—, pero también que todos entienden en su propia lengua. Los que están allí reunidos se maravillan de lo que está sucediendo, pero a la vez el texto dice que otros solo criticaban diciendo que estaban “llenos de mosto”.
Por lo tanto, el tiempo de la Iglesia comienza. La fuerza que la sostiene es la del mismo espíritu de Jesús. No es una tarea fácil porque para muchos es algo sin sentido, pero para los que se abren a la acción del Espíritu y dejan conducir su vida por él, es tiempo de alegría y paz, de anuncio y denuncia, de compromiso transformador de todas las situaciones. Es tiempo, entonces, del Espíritu en la medida que nos abrimos a su acción y damos testimonio de ello.