"Es el quinto grado de humildad [de san Benito de Nursia] el que rompe nuestras cadenas": Hna. Joan Chittister. (Foto: Unsplash/Zalmaury Saavedra/Edición: GSR)
El informe del abogado especial Robert Mueller sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016 nos llegó sobrio y serio —esta semana— a nosotras y al Congreso, aunque en forma de resumen de cuatro páginas del fiscal general William Barr. En el curso de la investigación de Mueller, 34 personas han sido acusadas, seis de ellas asesores de Trump; siete se declararon culpables, cinco han sido condenadas y están en la cárcel o en camino. Todos ellos mintieron sobre algo. No se me ocurre mejor momento para hablar del quinto grado de humildad.
Este quinto grado de humildad, enseña san Benito de Nursia, consiste en que "no ocultamos nuestros pensamientos pecaminosos o cualquier mal cometido en secreto... sino que los confesamos humildemente". ¿Qué?
Ahora está claro lo que Dios quiere: un sentido de la 'presencia' de Dios en nosotros, la apertura a ser acompañados a medida que crecemos, y la paciencia para soportar el proceso de autodesarrollo y las frustraciones al intentar sanar el mundo. Pero aquí está la pregunta que acompaña a este siguiente grado de humildad —la difícil, la que cambia la vida—: si esas cosas son lo que Dios quiere para ti, ¿qué es en concreto lo que tú quieres para ti?
"Para muchos, la verdad, el mérito y el trabajo duro hace tiempo que dejaron de ser la moneda de cambio. Ahora lo que importa no es quiénes somos, sino quiénes creen que somos": Hna. Joan Chittister
Hasta ahora, la Regla de Benito nos ha estado centrando en nuestra relación con Dios, nuestro compromiso con la voluntad de Dios, nuestra confianza en figuras de la sabiduría para ayudarnos a guiar nuestro camino por la vida. Entonces, de repente, Benito desplaza nuestra atención desde el mundo exterior y su papel en nuestro crecimiento hacia el mundo interior y nuestra voluntad de afrontarlo.
Es aquí donde los pasos de la humildad se hacen reales, incluso nos paran en seco.
En este mundo de Madison Avenue, de exageraciones y adornos, todos somos anuncios andantes de nosotros mismos. Aprendemos pronto a llevar la ropa adecuada, a decir las cosas adecuadas, a ir con la gente adecuada y a conseguir los trabajos adecuados. Sobre todo, también aprendemos que la vida es cuestión de contactos. Para muchos, la verdad, el mérito y el trabajo duro hace tiempo que dejaron de ser la moneda de cambio. Ahora lo que importa no es quiénes somos, sino quiénes creen que somos.
Pregunta a las personas que conocían a las personas de contacto que, por un módico precio, podían matricular a sus hijos mediocres en escuelas muy superiores. El plan, por supuesto, consistía en rellenar los currículos vacíos de los alumnos durante años y, al mismo tiempo, rellenar los currículos de los padres. Y todo iba a ser un gran secreto, salvo que cientos de personas lo sabían.
O piensa en el número de personas que irán a la cárcel, que se convertirán en delincuentes en lo alto de la escala política. Querían poder o estatus o dinero por ser parte de la Casa Blanca de Trump, y lo querían de cualquier manera que pudieran conseguirlo. Todo lo que tenían que hacer, pensaron, era hacer los contactos y luego embolsarse el dinero y huir.
O tal vez, imagina lo que experimenta un obispo de la Iglesia acusado de ocultar a curas pederastas, ignorando a los niños abusados y mentir a los padres al respecto. Negándolo todo, de hecho, hasta que te encuentras de pie ante tu congregación, totalmente desconectado de tu falso yo, y bajo la sombra de los tribunales.
Todos ellos están ahora en los titulares, sus fotos a tamaño natural en tablones de anuncios, sus carreras hechas añicos, sus futuros dudosos. Durante años, al parecer, trabajaron por debajo de la mesa, al margen, en los límites de la legitimidad, despreocupados por las infracciones legales.
Decepcionante, como mínimo. Desconcertante, de hecho. Indecorosos, todos ellos.
Sin embargo, en medio de un mundo así, Benito no habla de pecado. No, habla de los efectos del pecado. Como la mística Juliana de Norwich, que dice: "Dios no castiga el pecado, el pecado castiga al pecado". Benito sabe que los pecados que cometemos y escondemos y no confesamos pueden comerse el corazón de nuestras vidas. Mil años después, los psicólogos y consejeros de nuestro tiempo hicieron del "estamos tan enfermos como los secretos que guardamos" el mantra del momento.
Pero desde el siglo VI, Benito nos ha estado advirtiendo del agotador y agonizante miedo a ser descubiertos que nos agobia e inquieta cada noche. Mientras los jáqueres y los periodistas nos siguen y los amigos traicionan nuestras intimidades más personales, son nuestros pecados secretos los que nos esclavizan a nuestro yo secreto.
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De hecho, la asfixiante carga de tener que ir por la vida fingiendo ser lo que no somos da al traste con la pretensión. En la oscuridad de nuestro interior, sabemos que no es así. Por mucho que intentemos barrer la realidad, podemos oír los pasos detrás de nosotros, persiguiéndonos. Entonces, la gran mentira nos envía a escondernos a plena vista, en la cautela que acompaña al engaño. En la jaula que supone haber construido un yo ficticio.
Es entonces cuando el quinto grado de humildad de Benito les muestra, a ellos y a nosotros, que las vidas forjadas con secretismos mueren con demasiada frecuencia a la luz de los focos. Entonces, el quinto grado de humildad es el único camino que nos queda para conducirnos de nuevo a la plenitud.
La autorrevelación, dice claramente la Regla de Benito, es el principio de la libertad. ¿Qué puede hacernos alguien si somos nosotros mismos quienes nos arrancamos las máscaras que nos hemos puesto antes de decidir que el peso de la farsa es simplemente demasiado para soportarlo?
Cuando somos capaces de decir: "No, no fui a Yale; fui al colegio comunitario local", o: "Sí, vivimos en el coche durante un año mientras yo buscaba trabajo". O: "Me metieron en programas de adicción tres veces antes de que finalmente aceptara el hecho de que estaba al borde del colapso total". O: "Ahora parezco una madre cariñosa, pero la verdad es que pasé por una depresión posparto e intenté regalar a mi primer hijo". Y: "Sí, me pillaron malversando. ... Pero entonces, encontré a alguien que me ayudó a atravesar mis pesadillas de odio a mí misma y mis cadenas de engaño y mi enfermizo deseo de esconderme. Encontré a alguien que sostuvo mi vida en sus manos amorosas y me sacó de nuevo al sol de la verdad".
Desde mi punto de vista, ahí está: la verdad que nos hace nuevos. Es la honestidad la que nos hace libres. Es la autorrevelación la que nos libera de las lamentables poses que nos vuelven del revés. Es la humildad la que nos permite ser nosotros mismos y dar lo mejor de nosotros mismos cuando empezamos a vivir de nuevo.
Es el quinto grado de humildad el que rompe nuestras cadenas.
Es el quinto grado de humildad cuyo don es la intrepidez.
Y si no me creen a mí y al quinto grado de humildad, pregunten a esos 34 socios acusados cuyas fotos están en el tablón de anuncios del periódico y a los delincuentes profesionales que están en la cárcel si no darían cualquier cosa por ser interrogados de nuevo, para que esta vez pudieran decir la verdad.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 7 de marzo de 2019.