Foto: cortesía Religión Digital
Nota de la editora: Global Sisters Report presenta Al partir el pan, una serie de reflexiones dominicales que nos adentran al camino de Emaús.
"Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mando. Y he aquí que yo estoy con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo’". (Mt 28, 16-20).
Este domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. El Evangelio de Mateo que hoy toma la liturgia no habla propiamente de la Trinidad, sino que ofrece una fórmula trinitaria: “bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Y es que hablar de la Trinidad no siempre resulta fácil. Pero este texto nos podría ayudar a entender algo de este misterio.
Lo que los primeros cristianos viven es la presencia de Dios mismo a través de Jesús, al que reconocen como Hijo de Dios, y una vez ha resucitado reciben su Espíritu que los empuja a realizar la misión que les ha encomendado.
Esa experiencia se expresa en una confesión de fe, como esta que nos ofrece el Evangelio de Mateo. Será en los primeros siglos del cristianismo cuando la Iglesia traduzca esa experiencia a categorías griegas para contrarrestar las herejías, llegando así al dogma del Dios uno y a la vez trino.
“Afirmar que nuestro Dios es Trinidad es semejante a decir que es comunidad (…). No seguimos a un Dios encerrado en sí mismo, de ahí que no tiene sentido una Iglesia (…) en la que no todos pueden entrar”: Consuelo Vélez, teóloga
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Pero toda formulación lingüística es limitada y no abarca la riqueza de una experiencia. Por eso, al hablar de la Trinidad se hace necesario acudir a metáforas que ayuden a comprenderla mejor.
Afirmar que nuestro Dios es una Trinidad es semejante a decir que nuestro Dios es acogida, es comunidad, es relación, es don que se da y se recibe, es salida de sí para encontrarse con los seres humanos. En otras palabras, no seguimos a un Dios encerrado en sí mismo, de ahí que no tiene sentido una Iglesia de puertas cerradas y con aduanas —como diría el papa Francisco— en la que no todos pueden entrar.
No seguimos a un Dios solitario, entonces tampoco tiene sentido retirarse del mundo para encontrarse con Dios cuando él está presente, indiscutiblemente, en medio del mundo, en cada persona, en toda la red de relaciones que podemos establecer, incluida la relación con la creación tan necesitada de cuidado y preservación por parte nuestra.
Y volviendo al texto de Mateo que estamos considerando, vemos cómo la comunidad del evangelista reconoce en el rito de bautismo una forma de incorporar a los nuevos miembros de la comunidad, y cómo dicho bautismo ha de hacerse en el nombre del Dios trino en quien creen y anuncian. Así mismo nosotros seguimos esa tradición bautismal, sabiendo que es el sacramento fundamental que nos hace a todos partícipes del mismo sacerdocio, profetismo y realeza del mismo Cristo.
El evangelista pone en boca de Jesús el envío a todas las gentes, enseñándoles todo lo que han aprendido con él y prometiéndoles que él permanecerá en medio de ellos. En este último sentido, el Jesús de Mateo no asciende a los cielos (este Evangelio no tiene un texto de ascensión) sino que se queda en medio de ellos, manteniendo lo que ya había anunciado desde el inicio de su evangelio: lo llamarán Emmanuel que significa “Dios con nosotros” (1, 23).
Nos urge vivir hoy la experiencia del Dios Trinidad, del Dios comunidad que nos habla de una espiritualidad más comunitaria que individual, de un compromiso más social que intimista, de una Iglesia más abierta a todos, “sin miedo a mancharse o herirse”, como tanto repite el papa Francisco. Seguramente, una Iglesia que anuncie al Dios Trinidad podrá convocar más y de distinto modo.