"En este camino de la vida en el que somos todos peregrinos, nuestra única tarea es trazar las pinceladas que faltan en el cuadro completo que contemplaremos en la eternidad": Hna. Amaya Hernández. (Foto: Unsplash)
En el corazón humano, a lo largo de todos los tiempos y procedencias, late una inquietud común que nos orienta hacia el bien, la verdad, la paz, el gozo, y la felicidad eterna. Este anhelo de infinito parece habitar en cada ser humano, como si una voz interior nos recordara que estamos hechos para vivir siempre. En medio de tiempos turbulentos y de armonía, a lo largo de la historia de todos los pueblos y civilizaciones, este deseo persiste.
Santos, sabios, y celebridades han iluminado el camino de búsqueda, donde los valores que permanecen se vuelven prioritarios y el bien común se abre paso para constituirse en condición indispensable de este hallazgo. Todo ser humano busca la paz duradera, aunque a menudo yerra al escoger los medios adecuados para alcanzarla. Lo fugitivo y pasajero se desvanece fácilmente, dejando una huella de insatisfacción en lo más hondo de nuestro ser.
Esta sed insatisfecha durante la peregrinación terrena, a la cual todos somos llamados al recibir el don de la vida, está profundamente expresada por San Agustín en sus Confesiones: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".
“Para mí fue clave encontrarme con esta afirmación de San Agustín sobre el orden de las cosas y la paz como consecuencia. Ese era mi camino, después de años de vida religiosa iluminando todo mi ser”: Hna. Amaya Hernández
La vida de Agustín se convirtió en lumbrera para muchos cuando comprendió que la verdad de su existencia, origen y destino residía en Dios, la medida del amor en el evangelio y la certeza de su camino en mirar al cielo, consciente de que su interior estaba habitado por Dios Trinidad. Este giro radical le llevó a dedicar su vida a construir lo que él llamó la Ciudad de Dios, siempre en compañía de aquellos que Dios puso en su camino y que compartían la misma llamada en sus corazones.
La razón de su conversión fue encontrar un vacío en la búsqueda de la felicidad terrena que ambicionaba, una satisfacción pasajera en el placer, el orgullo en la fama que no perdura y la decepción en la fragilidad humana. Finalmente, encontró la grandeza y el sentido de todo lo creado en su Creador.
Yo me he identificado en mi caminar con dos frases de San Agustín, las cuales han enriquecido mi vida y siguen teniendo una gran repercusión. Es increíble como solo dos pinceladas pueden revelar una maravillosa gama de colores y luminosidad.
"San Agustín, impulsado por la pasión y el placer, por la ambición de saber y de alcanzar fama, llegó a reconocer que solo el amor verdadero descubierto en las escrituras, el amor de Dios que se abaja para hacerse hombre, es capaz de darnos la paz verdadera": Hna. Amaya Hernández. (Foto:Wikimedia Commons)
La primera frase de San Agustín con la que me identifico es: "La paz es la tranquilidad en el orden". Aunque en la creación todo está ordenado, como nos relata el Génesis, surge la pregunta desde lo profundo del corazón: ¿cómo podemos ordenar todo para alcanzar esa paz anhelada, esa que parece siempre incompleta e imperfecta en el tiempo y la historia de este mundo? Al igual que los elementos tienen un lugar en la naturaleza, por su peso, densidad y estado, así también el ser humano es llevado al lugar que le corresponde empujado por el amor. Cuando cada cosa ocupa su lugar en el interior del ser humano, en el centro de la familia, en el corazón de la sociedad y en el mundo entero, porque tiene un espacio y una misión que nada ni nadie puede suplantar, entonces se logrará la verdadera paz y armonía en todo lo creado, desde lo más pequeño hasta lo más grande.
Esta frase resonó profundamente en mí en un momento crucial de mi vida, cuando un grupo de hermanas empezamos una nueva experiencia de vida comunitaria orientada a acompañar en la fe a quien estuviese en búsqueda de Dios y a dar a los demás lo contemplado. Ofreciendo esa oportunidad en nuestra casa, desde una preparación teológica o religiosa, surgieron nuevas situaciones y retos que habíamos de abordar.
Para mí fue clave encontrarme con esta afirmación de San Agustín sobre el orden de las cosas y la paz como consecuencia. Ese era mi camino, después de años de vida religiosa iluminando todo mi ser.
En ese instante, en el que iniciábamos una nueva andadura dentro de la Orden de San Agustín, entre incertidumbres y certezas comprendí que muchas preocupaciones, afanes, luchas y frustraciones se disipaban como la niebla, sin esfuerzo, al simplemente colocarme frente a Dios y permitir que su gracia pacificara todo mi ser. Fue como si dejara que mi existencia entera se entregara por completo a la única fuerza del amor, y todo se alineara según la acción de esa fuerza en mi interior. Después, como si brotara de una fuente, la paz anhelada se manifestó a través de poner en común inquietudes, practicar la verdadera escucha y el perdón, y rezar juntas pidiendo la luz del Espíritu.
La segunda frase de San Agustín que ha enriquecido mi vida es: “Mi amor es mi peso y por él soy llevado adondequiera que voy”. San Agustín, impulsado por la pasión y el placer, por la ambición de saber y de alcanzar fama, llegó a reconocer que solo el amor verdadero descubierto en las escrituras, el amor de Dios que se abaja para hacerse hombre, es capaz de darnos la paz verdadera. Así como Jesús mismo dijo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no la doy como la da el mundo”, encontrar la paz es encontrar el lugar que nos corresponde en el mundo, escuchando la voz que nos envía a una misión concreta.
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El amor se convirtió para San Agustín en la brújula de su existencia, guiándolo a responder a esa llamada, a caminar junto con otros en la historia y a vivir el Evangelio. San Agustín experimentó el amor y ya no pudo resistirse.
En la travesía de la vida religiosa, descubrí que encontrar mi identidad, mi lugar y mi misión no es una tarea fácil. El carisma agustiniano habla mucho de la unidad en la diversidad, pero en el día a día no es fácil vivirlo. Cuando escuché “mi amor es mi peso y por él soy llevada adondequiera que voy”, en medio de esas dificultades experimenté la fuerza del amor de Dios que me revelaba mi don particular para servir a mis hermanas, mi lugar en la propia comunidad y el modo de entrega en ella. De este modo, a lo largo del camino, he hallado signos inequívocos que señalan la dirección a seguir. Así, esta frase se ha convertido en mi cayado, guiándome en el camino de la vida. Aunque aún no creo haber llegado al final, estas palabras han sido mi guía constante.
Hoy en día, el amor de Dios sigue llamando. Hay testigos que, tras este encuentro, pueden gritar al mundo entero que han encontrado su lugar, su misión y que no caminan solos. Al responder a esta llamada, se cumple esta palabra y la paz llega, la verdadera, aunque no sea aún completa ni plena. La 'paz sin ocaso' será posible si cada uno que escucha la voz de Dios la sigue, y si todos, encontrándonos en el mismo camino, nos ayudamos mutuamente a alcanzar ese horizonte donde se vislumbra la luz sin noche ya.
Mi gozo es saber que Dios, en su infinita misericordia, ha dado a cada ser humano un nombre, un lugar y una misión. En este camino de la vida en el que somos todos peregrinos, nuestra única tarea es trazar las pinceladas que faltan en el cuadro completo que contemplaremos en la eternidad.