Una hermana Misionera de la Caridad ofrece comida a un grupo de personas sin techo el 1 de abril del 2023 en Coronado, Costa Rica. Ante la ola de migrantes que pasan por Costa Rica, las hermanas se han juntado con otras congregaciones religiosas que ayudan a personas que van de paso por el país. (Foto: GSR/Rhina Guidos)
Entre las masas de migrantes que la hermana Scalabriniana María Angélica Tiralle ha visto pasar por Costa Rica durante los últimos 10 años, ella dice que ha visto al “pueblo de Israel”.
“Es el mismo pueblo de Israel que busca la tierra prometida”, dijo Tiralle sobre los miles de migrantes que le ha tocado atender, junto a otras religiosas en Costa Rica, cuando pasan o se quedan en el país.
Costa Rica, una de las naciones más estables de Centro América, ha abierto sus puertas y corazones a personas que buscan alivio durante periodos históricos de inestabilidad en otros países, algo que se refleja en la variedad de personas de países vecinos —y no tan vecinos— que ahora residen en San José, la capital.
Pero en años recientes, Costa Rica se ha convertido en un lugar donde se mezclan fuertes corrientes itinerantes de personas que huyen de las crecientes crisis económicas y políticas de América Latina. Algunas se quedan, otras se van. Más y más, en sus calles y pueblos se reúnen masas de migrantes de países como Haití y Venezuela que toman un breve descanso antes de seguir el rumbo a Estados Unidos, o de nicaragüenses que escapan de la represión política o buscan el sustento que hace falta en su patria.
La hermana Scalabriniana María Angélica Tiralle ayuda a una pareja de migrantes a llenar documentos en la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced en San José, Costa Rica, el 2 de abril. El carisma de la orden religiosa a la que pertenece la hermana se enfoca en apoyar a migrantes. (Foto: GSR/Rhina Guidos)
Tras cada ola que llega, hermanas religiosas de varias congregaciones en Costa Rica, a pesar de que su carisma no está enraizado en servir a los migrantes, han sentido la necesidad de dar una respuesta contundente como vida religiosa ante el creciente fenómeno de la inmigración. Desde 2015, olas de migrantes, unas más fuertes que otras, han llegado al país en números nunca antes vistos.
“Primero fueron los cubanos en 2015, después en 2016 los haitianos, después vinieron los nicaragüenses, y el año pasado la oleada de los venezolanos, que fue una inmigración impresionante”, manifestó Tiralle a Global Sisters Report.
Muchos de ellos formaron parte de los 250 000 migrantes que cruzaron, y sobrevivieron, en 2022, a la peligrosa selva que conecta a Sur y Centroamérica, conocida como el Tapón del Darién. Fue un número récord, según cifras del Gobierno de Panamá, que también ha informado que en los primeros meses del 2023, más de 100 000 personas lo han cruzado.
El año pasado, muchos de ellos llegaron a Costa Rica, algunos con hambre, algunos con niños, descalzos, unos en shock, otros decaídos. Pero para entonces, las hermanas ya tenían un poco de experiencia atendiendo a masas de personas. En 2018, después de la crisis económica que se desató en Venezuela, las calles de la capital costarricense comenzaron a llenarse de migrantes de una forma que nunca se había visto. Algunos montaron tiendas de campaña por las calles. Con rótulos, pedían comida y dinero para seguir su viaje; otros vendían dulces para sacar alguna ganancia con la que sobrevivir.
La Hna. Verónica Cortez Méndez espera, junto a otras religiosas, en la puerta de la oficina de la pastoral migrante de la Arquidiócesis de San José, Costa Rica, el 30 de marzo. La misionera carmelita es parte de un grupo que ha ayudado a las religiosas a atender las oleadas de migrantes que pasan por Costa Rica. (Foto: Rhina Guidos)
“Cuando vimos esto dijimos: ‘Hay que dar una respuesta’, y un día nos lanzamos a todo San José a repartir bolsitas de comida”, recuerda la hermana Verónica Cortez Méndez, una Carmelita Misionera que había trabajado con Tiralle en una red de religiosas, enfocándose en el tema de la trata de personas. “A la hermana Angélica… a ella se le encendió la chispa”, precisó.
Tiralle empezó a entrevistar a los migrantes en las calles para ver qué necesitaban y se lo comunicó a las otras congregaciones, que buscaron cómo ayudar, dijo Cortez.
“Decidimos unir fuerzas”, explicó Tiralle sobre las congregaciones religiosas que ofrecieron participar en la ayuda y que incluyeron a las Hermanas del Buen Pastor, las Hermanas Misioneras de la Caridad, y varias comunidades carmelitanas y franciscanas, entre otras.
Las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, a pesar de que su labor se enfoca en colegios y hogares para ancianos, tienen una línea pastoral muy fuerte como parte de su carisma, apuntó la hermana Doribel Matamoros, y por eso se incorporaron.
La Hna. Doribel Matamoros, de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, posa para una foto en su convento en Llorente de Tibas, cerca de San José, Costa Rica, el 29 de marzo. La comunidad, a pesar de que su carisma se enfoca en colegios y hogares para ancianos, ha ayudado con la respuesta de la vida religiosa ante una creciente cantidad de migrantes que pasan por Costa Rica. (Foto: Rhina Guidos)
“Yo siento que como el carisma nuestro es tan amplio, pudimos atender todas las necesidades, desde dar alimento, contención [atención] espiritual y contención psicológica”, expresó Tiralle, quien agregó que la comunidad también se ha involucrado como parte de la sociedad civil. Ella integra el Foro Permanente sobre Población Migrante y Refugiada de Costa Rica.
Como otras religiosas, ese trabajo con los migrantes le ha llevado a conocer los trámites migratorios, y a saber cuáles son las leyes, las posibilidades que brinda Costa Rica para los migrantes, cómo obtener estatus de refugio, y qué hacer para que una persona que llega al país se sienta protegida y recupere su dignidad, dijo.
El trabajo de las hermanas ayuda a personas como Elquin Lozano, un inmigrante colombiano que se encontraba en una de las calles principales de San José el 31 de marzo con su esposa y sus tres hijos, entre ellos la más joven, María Ángel, de 2 años.
Lozano indicó que huyó de su país por la situación económica, buscando con su esposa sacar a la familia adelante, pero no se imaginó el costo. Las personas que los guiaban por la selva les dijeron que llevaran comida para dos días, pero el viaje duró 13.
“Casi morimos de hambre”, contó Lozano a GSR.
Una de sus hijas salió traumada de la selva tras ver a una señora haitiana morir, ahogada en las aguas de un río crecido; a veces su hija dice ver a la señora que se ahogó. Y no fue el único muerto que vieron en el camino.
Aun así, Lozano agradeció: “Le debemos mucho a Dios. Por Dios estamos vivos. Muchas familias que estaban con nosotros en el Darién murieron, y nosotros salimos [como una] familia completa”.
Elquin Lozano protege del sol a una de sus hijas con una sombrilla el 31 de marzo en el centro de San José, Costa Rica. El migrante colombiano y su familia pasaron por la peligrosa selva del Darién buscando un mejor futuro económico en otro país. (Foto: Rhina Guidos)
Su sueño es conseguir documentos para quedarse en Costa Rica, y luego buscar casa, trabajo, comida, y paz, dijo.
“Somos colombianos del campo”, afirmó y añadió: “Vamos a seguir luchando”.
“Pese lo que pese”
Pero muchos siguen otro rumbo, hacia el norte.
A veces es difícil para las hermanas comunicarle a los migrantes los riesgos que enfrentan y que son igual de peligrosos que el Darién, a pesar de que muchos de quienes les ayudan se los hacen saber.
“Los venezolanos van de paso y tienen un sello aquí en la mente y en la frente: que van para Estados Unidos, pese lo que pese”, dijo Hazel María Jiménez Eduarte, una laica consagrada asociada con la comunidad de las Hermanas Misioneras de la Caridad. “Uno les dice: ‘Miren van con sus hijos, mejor quédense aquí’”, agregó.
Jiménez ha estado involucrada con la respuesta de la comunidad de religiosas hacia los migrantes que han llegado a Costa Rica, pero también es parte de la pastoral migrante de su parroquia en Guadalupe, cerca de San José. Las Misioneras de la Caridad, a pesar de que su enfoque es operar hogares para ancianos, también hicieron su aporte al preparar alimentos y paquetes de comida cuando llegaban las cantidades de migrantes a Costa Rica, expresó Jiménez.
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En el hogar para adultos mayores les ha tocado atender a personas entre 70 y 80 años de edad “que no tienen patria”, dijo Jiménez. Algunos dicen que saben dónde nacieron a pesar de que no tienen documentos para probarlo, pero con la ayuda de las comunidades religiosas en Costa Rica, han podido obtener pruebas de verificación de su nacionalidad, lo que les asegura un estatus migratorio, algo que no todos tienen, explicó Jiménez. Pero es algo que “genera gastos” para una comunidad religiosa que por naturaleza es pobre, dijo.
Adquirir fondos para financiar la ayuda que las religiosas brindan y siguen dando a los migrantes no ha sido fácil. Algunas organizaciones a nivel mundial, todavía tienen una idea de una Costa Rica “autosustentable”, dijo Tiralle. Pero en realidad, hay mucha necesidad y cada día, con las olas migratorias que llegan, se necesitan más recursos.
En el reciente Foro de Davos en enero, el presidente Rodrigo Chaves dijo que Costa Rica necesita apoyo “para seguir siendo igual de generosos” con los que pasan por sus tierras, ya que el fenómeno migratorio que afecta al país cuesta anualmente entre $200 a $300 millones.
“No estoy aquí porque quiero”
Lejos de las salas del poder que a veces deciden el futuro de los migrantes, Andreína González, una madre venezolana de 24 años, se encontraba el 31 de marzo con su hija de 10 meses, Yulanis, en las afueras de un negocio en “el bulevar”, la Avenida Central de San José, donde se ve algunos migrantes pidiendo limosna.
“Estamos en una crisis económica horrible”, dijo González sobre Venezuela y añadió: “No es lo que era antes. ¿Entonces que nos tocó? Emigrar a otro país”.
Andreína González, de Venezuela, juega con su hija Yulianis, de 10 meses, en el centro de San José, Costa Rica, el 31 de marzo del 2023. Como muchos migrantes venezolanos, González viajó por Costa Rica en marzo con dos hijos, esperando ingresar a Estados Unidos y huyendo de la situación económica de su país. (Foto: GSR/Rhina Guidos)
Como otros de sus compatriotas, ella decidió coger rumbo a los Estados Unidos a pesar del peligro, pues para su familia quedarse en su país significaba que “si comes en la mañana, no comes en la tarde”. Le pesó dejar a una hija en Venezuela, pero con su condición de “huesos de cristal”, no iba a sobrevivir el caótico y peligroso viaje, dijo.
Al cruzar el Darién, la familia perdió la comida y sus zapatos en el caos, pero todos sobrevivieron ocho días con las donaciones de familias haitianas, contó. A pesar de las adversidades, encontró generosidad en el camino. En Panamá, la gente le regalo ropa para los niños, comida, y dinero para seguir adelante.
“Voy en el nombre de Dios. Que me dejen pasar”, dijo. “Yo no estoy aquí porque quiero. Es por darle de comer a mis hijos”, agregó.
Historias como la de González se registran en cuadernos llenos de notas escritas por Tiralle, quien documenta algunos de los relatos de las personas que ha conocido en su ministerio para buscarles ayuda.
Como el pueblo de Israel, todas buscan un futuro mejor, aseveró la hermana. Algunas de las personas que ha conocido han encontrado la tierra prometida en Costa Rica. De vez en cuando las visita en un proyecto de empoderamiento en las afueras de San José, donde se encuentran integradas en comunidades costarricenses y enseñan a nuevos migrantes cómo coser ropa o hornear pan típico, algo que les ayude a ganarse la vida.
La hermana Scalabriniana María Angélica Tiralle, con suéter azul a la izquierda, participa en el Domingo de Ramos junto con migrantes de la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced en San José, Costa Rica, el 2 de abril. (Foto: Rhina Guidos)
Pero a veces la hermana menciona otras familias, las que decidieron seguir el viaje hacia el norte. Una le mandaba fotos de los lugares que iban pasando. Llegaron a México. A veces ella les ayudaba desde lejos, dándoles información de albergues en la ruta o, simplemente, ánimo. Pero un día, antes de cruzar la frontera, la comunicación paró y nunca volvió a saber de ellos.
Tiralle asegura que ha aprendido mucho de la fe de los que migran. Algunos, a pesar de lo duro que es el viaje, especialmente por la selva del Darién, viajan con una Biblia y no la dejan.
A veces la hermana siente mucho dolor por lo que les pasa después de despedirse de ellos, como ocurrió cuando la prensa publicó noticias sobre la muerte de 38 migrantes al desatarse un incendio en un albergue de México.
“Dan ganas de decir: ‘¡Ay, Dios!, ¿por qué? ¿Por qué pasa esto? ¿Por qué tienen que suceder estas cosas a la humanidad?’. Pero uno tiene que ser fuerte, tiene que ser fuerte y escuchar a la persona y saber ayudar. Eso es lo importante”, manifestó.