(Unsplash/Hasan Almasi)
Nunca como hasta ese momento había experimentado tan vivas las palabras de Isaías: "He venido a anunciar la buena noticia a los pobres, a liberar a los cautivos, a dar a los presos la libertad" (Is 61, 1). Nunca como aquel martes en el que las escuché de boca de más de un centenar de hombres condenados a pasar sus días tras los muros de una prisión. Una hermana de mi comunidad y yo fuimos invitadas a vivir con ellos una jornada de retiro, para comprender juntos qué significa recibir al Salvador viviendo en una cárcel.
Cruzamos el portón negro del penal acompañadas de las hermanas Teresa y Carlota, dos mujeres que han hecho del Evangelio una norma radical de vida y han decidido, por eso, gastar la mayor parte de su tiempo entre rejas. Allí permanecen junto aquellos que han sido privados de su libertad, con la esperanza de que esta compañía sencilla y cotidiana pueda abrirles a la liberación que está más allá de las barreras físicas.
Tras el portón, atravesamos multitud de puertas cerradas con llaves, candados y cerrojos. Fuimos identificadas varias veces por policías que tomaban nuestras huellas dactilares, nos requisaban los documentos de identidad, pasaban cualquier mínimo objeto nuestro por un detector de metales e incluso nos cacheaban para comprobar que no introducíamos en la cárcel nada prohibido.
Atravesamos un estrecho callejón pintado con imágenes peruanas de vivísimos colores, y llegamos a una pequeña plazoleta alrededor de la cual se erigían cuatro o cinco pabellones de celdas. En cada uno viven más de 500 personas, aunque están construidos para albergar a unas 200. Entre las puertas de los pabellones, cerradas con llave a esa hora del día, había una que permanecía abierta de par en par, dejando a la vista una pequeña capilla presidida por la exposición del Santísimo. Teresa y Carlota, las religiosas que nos acompañaban, se dirigieron hacía allí antes de nada y, con piedad serena, se detuvieron unos minutos ante el Señor.
"Cantamos con ellos, y al cantar, aquellos hombres criminales a los que la sociedad teme se convertían en auténticos niños. (…) Cristo les hizo vislumbrar la liberación": Hna. Begoña Costillo tras visita a cárcel en Lima, Perú
En seguida nos hicieron pasar al 'auditorio' en el que tendría lugar el retiro. Nos guiaban unos chicos con chalecos azules en cuya espalda se leía el título 'Misioneros'. También ellos viven presos, pero se encontraron a Cristo en la cárcel y, a partir de ese momento, viven una libertad jamás pensada. Ahora dedican su vida a explicar la Palabra, a ayudar a sus compañeros a recibir la fe y a caminar junto a ellos en un serio proceso de conversión y perdón, de sanación y liberación.
Ellos acompañan a las pequeñas comunidades que se han formado en cada pabellón, con las que se reúnen a diario para leer el Evangelio y compartir, a la luz de su mensaje, la experiencia del día, lo que les preocupa, lo que les alegra y les hace crecer… "Para nosotros es imprescindible ese momento para irnos con paz a dormir", me cuenta Lionel, quien agrega: "En la comunidad todos podemos expresar libremente lo que pensamos del Evangelio, lo discutimos, lo ponemos en común y, además, leemos al teólogo, que nos enseña muchísimo".
El teólogo al que leen es el español José María del Castillo, recién fallecido, cuyos textos han impregnado la espiritualidad de estas comunidades. "Él nos ayuda a vivir un Evangelio verdadero, a no buscar en la fe privilegios ni amiguismos, a no conformarnos; queremos vivir el mensaje de Jesús de verdad", afirmó.
En el auditorio, una nave amplia con bancas de piedra corridas y muros desgastados por la humedad y el tiempo, nos esperaban alrededor de 130 presos. En cuanto entramos, sentí sus miradas agradecidas y expectantes sobre nosotras. No sabemos sus historias, pero sus rostros nos hablaban. Se leía en ellos la sed, la esperanza y, sin duda, el dolor amargo de cada una de sus vidas. Eran de todas las edades, desde chicos de apenas 20 años, hasta ancianos que superaban los 70.
Sisters Carmen and Begoña stand in front of the gate of the Miguel Castro prison, in the district of San Juan de Lurigancho, Lima, Peru. (Courtesy of Begoña Costillo)
Pasamos la mañana con ellos, reflexionando juntos sobre las profecías mesiánicas que prometen que el Salvador viene, precisamente, "a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación, y a los prisioneros la libertad". Escuchaban nuestras palabras como si en ellas pudiesen encontrar al mismo Jesús y, en realidad, éramos nosotras las que íbamos viendo cómo la presencia de Cristo se hacía cada vez más clara y concreta en sus gestos, su respiración cansada, sus ojos agotados pero ciertos en la esperanza. Se nos aparecía Jesús entre ellos porque, como asegura la Palabra, para ellos ha venido y con ellos se ha quedado.
Cantamos con ellos, y al cantar, aquellos hombres criminales a los que la sociedad teme se convertían en auténticos niños. Con los ojos entreabiertos y el rostro lleno de una conmoción sincera, entonaban con voz firme una canción que decía: "Poneos en pie y alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación". Lo cantaban con un convencimiento que impregnaba la música y llenaba de vida la Palabra pues, como luego nos contaban, muchos de ellos han caído en los abismos más profundos y justo ahí, en el lugar oscuro de su impotencia, Cristo les ha encontrado. Él les levantó, les hizo alzar la cabeza de nuevo y vislumbrar la liberación.
Al cantar, y al contar, algunos rompían a llorar. Las lágrimas brotaban de la tristeza de estar separados de sus hijos, sus esposas o sus madres, de la conciencia de los errores cometidos y las consecuencias tremendas, incalculables, de tales tropiezos. Algunos lloraban también de gratitud. Eran lágrimas de un cierto gozo transido de un dolor que ha sido ya redimido y que, por eso, se ha convertido en la puerta de la verdadera libertad interior.
Al final del día les preguntábamos si de verdad creen que Jesús puede salvarles. Varios de ellos respondían con una profundidad conmovedora: "Hermana, Jesús ya me ha salvado trayéndome a esta prisión, y alejándome de las cosas malas en las que andaba antes". Es así como nosotras, al compartir el día con estos hombres, hemos tocado la carne de la Palabra, el cuerpo vivo de Cristo que viene para ser Dios con nosotros, y nos permite percibir su mano tocando las vidas de aquellos que suplican para ser liberados, consolados, sanados. En ellos, en esta Navidad, he visto encarnarse a Jesús.