En la serenidad del corazón, encontramos el refugio que llena el vacío. Como una barca en un tranquilo lago, el consuelo interior nos guía hacia la paz. (Foto: pxfuel)
Consuelen a mi pueblo, hablen a su corazón es la invitación que no deja de resonar en mi interior, especialmente en estos últimos años. Dios nunca me ha pedido nada que antes no me haya regalado. Con esta certeza, he querido dedicar un tiempo para sumergirme en mi interior y extraer agua del manantial del consuelo que yace en mí.
Este camino que voy a recorrer de afuera hacia adentro me gustaría compartirlo para que puedas también beber “el agua que brota de tu fuente”.
Lo primero es identificar la sed; es decir, la necesidad que hay en el corazón. ¡Cuánto dolor, cuántas pérdidas, cuánto vacío existencial, cuántas lágrimas derramadas, cuántas preguntas que parece que no tienen respuestas!
Por todo lo anterior, te invito a levantar la mirada y a recorrer el camino hasta dar con la fuente que refresca la existencia, que llena vacíos, que cura el dolor, que fortalece en la debilidad, que consuela y convierte tu vida en consuelo para aquellos a quienes Dios te confía. “Él nos conforta en toda prueba para que también nosotros seamos capaces de confortar a los que están en cualquier dificultad, mediante el mismo consuelo que recibimos de Dios” (2 Cor 1, 4).
Mi alegría de encontrar consuelo
Desde la experiencia de perder a mis padres puedo decir que brotó la fuente escondida del consuelo. De esta manera, pude comprender las palabras que Jesús les dirigió a sus discípulos desde la montaña: “Felices los que lloran, porque recibirán consuelo” (Mt 5, 4).
Permitirnos llorar, sentir el dolor o experimentar la ausencia nos dispone para recibir el consuelo que nos capacita para consolar a otros. Es necesario tomar conciencia de los síntomas para poder encontrar el remedio.
Recuerdo que durante unos ejercicios espirituales empecé a dialogar con Jesús sobre mis estados de ánimo. Le expresé que me sentía triste, que experimentaba un vacío existencial y me sentía desenraizada, sin estructura, como en el aire, insegura, etc. Fue así que Jesús me guió hacia la fuente del consuelo, que es el amor del Padre (2 Cor 1,3).
Cuando Jesús me indicó la fuente comencé a beber, permitiéndome ser amada por el amor vivo y eterno de Dios, capaz de llenar vacíos, de dar firmeza, transformar la tristeza en gozo, la ausencia en presencia y la soledad en compañía.
Ese amor me ayudó a entender que las pérdidas nos dan la posibilidad de abrir espacio a la gracia y nos llevan a las profundidades de nuestras vidas para tocar y atesorar el amor que no se moverá (Is 54, 10).
Concluí mis ejercicios espirituales con una experiencia profunda de consolación. ¡Qué gozo experimentar nuestras vidas cimentadas en la roca firme, en el amor que no se moverá!
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El consuelo no es algo, es alguien
El consuelo es presencia; son personas. Es un don de Dios que se nos ha otorgado. Este consuelo está presente, pero lo apreciamos de una forma más consciente cuando la muerte, el dolor y la pérdida tocan a nuestra puerta, dejándonos un vacío existencial que solo puede ser llenado por un amor más grande. “No los dejaré huérfanos, sino que volveré a ustedes porque yo vivo y ustedes también vivirán” ( Jn 14, 18-19).
Jesús es el rostro del consuelo de Dios que no pasa de largo, sino que se detiene cuando estamos en medio de la desolación, tirados en el camino y golpeados por las realidades existenciales de la vida. Él nos unge con el aceite del consuelo y nos invita a reconocernos bienaventurados, porque el llanto nos capacita para recibir consuelo.
El consuelo nos habita y nos hace consuelo para otros
¡Que grande es reconocer la fuente del consuelo dentro de nosotros! Jesús nos envía al Espíritu Consolador (Jn 15,26).
Nuestra vida está destinada para la compañía, por eso no soporta la ausencia. Nuestro corazón llora cuando se siente solo, y ese dolor solo es sanado con la presencia.
El desconsuelo es ausencia, mientras que el consuelo es presencia, y los consagrados estamos llamados a ser presencia en nuestros entornos, a ser consuelo, a brindar firmeza ante tanto sufrimiento que enfrenta nuestra gente. El lema de nuestros ejercicios espirituales de este año fue “Consuelen a mi pueblo” (Is 40,1).
Mi pregunta constante: ¿Cómo lograr esto? La respuesta que encontré: “Presencia”. Nuestro objetivo será conducir a las personas a la presencia del Dios vivo, permitirles beber del consuelo inagotable y experimentar la presencia que no se moverá. Y hacer presencia, estar presentes.
Muchas veces, el dolor es tan intenso y real que las palabras sobran, pero la presencia sana: “En Ramá se oyeron gritos, grandes sollozos y lamentos, es Raquel que llora a sus hijos; estos ya no están, y no quiere que la consuelen” (Mt 2,18).
¡Cuántas Raqueles en la actualidad lloran la ausencia, la pérdida o la desaparición de sus hijos y rechazan el consuelo!
Es este el contexto al que nos enfrentamos día con día y al que somos enviadas. Se nos pide “estar”, caminar al ritmo de las personas, tal como lo hizo Jesús con los discípulos de Emaús, y como él lo ha hecho con nosotras. Debemos hacer presencia, estar presentes. Poco a poco Él ilumina nuestra experiencia a través de la luz de la Palabra, hasta llevarnos a experimentar el calor de su amor, lo que nos lleva a implorar: “Quédate con nosotros Señor” (Lc 24, 29).
Que María, Madre del Consuelo, nos dé la sabiduría para escuchar el llamado de Dios de consolar a su pueblo y hablarle al corazón.