"Resulta difícil de entender por qué instituciones antaño grandiosas [como la Iglesia] empiezan a hundirse de repente": Hna. Joan Chittister. (Foto: Pixabay)
Los barcos que se hunden no son difíciles de identificar. Puedes observar su largo, lento y laborioso declive a medida que la popa comienza a desaparecer y la proa, la cabeza del barco, se vuelve inútil. Se ve que ya no avanza hacia el viento. Sabes que ha perdido el control de sí mismo.
Lo interesante es que los Gobiernos y las Iglesias declinan exactamente de la misma manera: primero la gente —el cuerpo de la institución— empieza a soltar amarras, a desaparecer; luego, los dirigentes pierden importancia.
El colapso es obvio e inmanente. Lo que resulta difícil de entender es por qué instituciones antaño grandiosas empiezan a hundirse de repente. Aún más desconcertante es la noción de que nada podría haberse hecho para detener la implosión en primer lugar.
Las causas probables de tal declive son también muchas, por supuesto: el entorno, tal vez; el colapso sistémico, probablemente; y seguramente la tensión interna que llega con el tiempo a todos los sistemas y estructuras a los que se ha permitido que se volvieran artríticas con el tiempo, que se dieran por sentadas con el tiempo, que se aletargaran con el tiempo.
"Los Gobiernos se hunden. También las Iglesias pierden el rumbo. Entonces, ¿cómo es que permanecemos impasibles mientras nuestras instituciones se marchitan y nuestro valor se encoge?": Hna. Joan Chittister
Pero sea cual sea la causa del naufragio, es esencial recordar que no solo desaparecen las instituciones. Las personas que dependían de ellas también se hunden con el barco: su confianza en él se pierde, su inconsciencia del peligro que los barcos encarnan de forma natural se pasa por alto, su sensación de seguridad eterna se hace añicos. Hasta que sucede lo imposible y la fragilidad de la vida se reafirma. Una y otra vez. De siglo en siglo.
Los Gobiernos se hunden. También las Iglesias, pecando tanto como salvando, pierden el rumbo. Entonces, ¿cómo es que permanecemos impasibles mientras nuestras instituciones se marchitan y nuestro valor se encoge? No es culpa nuestra, argumentamos. La causa está fuera de nosotros, en la propia institución, decimos. No en nosotros.
Nos equivocamos. La verdad es que toda gran debacle social empieza en nosotros, en las personas que miramos hacia otro lado mientras sucede, que permitimos que prevalezcan las actitudes que la alimentan.
Hoy, en una época de convulsión gubernamental, quiero explorar esta cuestión de la quiebra institucional, pero desde una perspectiva formada hace más de 20 siglos y la visión del hombre que se propuso restaurar el corazón de la empresa humana.
En el siglo VI, Roma —la invencible— empezó a desmoronarse desde dentro hacia fuera. Las legiones romanas, cimiento del poder político del imperio, habían absorbido los recursos de las colonias y, al dejar de ganarse el sustento, estaban agotando a la propia Roma. Los ricos se habían vuelto disolutos. Los pobres estaban desamparados y desesperados. Los inmigrantes de la frontera —extranjeros— empezaban a afluir hacia Roma, no para destruirla, sino para compartir sus riquezas.
Tenían emperadores empeñados en ampliar el imperio y papas cuya mayor preocupación era establecer la preeminencia papal. Entonces, ¿quién estaba allí para invertir esta carrera hacia el fondo de uno de los mayores imperios que el mundo había conocido?
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La respuesta era tan improbable como el problema. Un joven estudiante, Benito de Nursia, desilusionado por la baja condición moral de la tan proclamada Roma, le dio la espalda al sistema. Abandonó los estudios. Dejó la escuela antes que comprometerse con los objetivos y los valores desecantes de un lugar que había dilapidado su riqueza y su propósito en sí mismo. En lugar de perseguir las prioridades de la sociedad de entonces, empezó a enseñar otra forma de vivir.
Benito formó pequeñas comunidades y, en un mundo en el que el poder y el acoso, la avaricia atroz y el individualismo patológico, el autoritarismo y el narcisismo dejaban atrás el sentido de comunidad, enseñó que el orgullo es el defecto básico del sistema humano. La humildad, piedra angular de la sociedad, de la civilización y del orden social, enseñó, es su correctivo.
Basó su regla de vida en 12 principios de humildad que, según dicen los historiadores hasta el día de hoy, salvaron la civilización occidental.
Son esos principios de vida los que necesitan ser revisados en nuestro tiempo si la Iglesia o el Estado pueden guiar al mundo a través del egocentrismo de la sociedad de nuestro tiempo.
Desde mi punto de vista, son esos 12 principios de vida —el reconocimiento de mi lugar en el universo, la necesidad de sabiduría más que de poder, la autorevelación más que el engrandecimiento propio, y las relaciones correctas— los que se necesitan urgentemente ahora. Si queremos recuperarnos alguna vez de los sistemas retorcidos y deformados que actualmente se hacen pasar por Iglesia y Estado, debemos empezar a examinar los supuestos y actitudes que estamos permitiendo que se cuelen en nuestras instituciones y, lo que es peor, en nuestras propias almas.
Son esos principios los que empezaré a examinar, uno a uno estas próximas semanas, en lo que se ha convertido en un mundo altamente polarizado —y que se hunde— a nuestro alrededor. Tal vez si pudiéramos descubrir lo que está socavando nuestros mejores esfuerzos, podríamos al menos detener nuestra actual caída a las profundidades.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 16 de enero de 2019.