"La gran cuestión de la vida moderna es decidir qué es lo que hay que conservar si queremos seguir siendo lo que somos —cristianos— y qué es lo que tenemos que soltar si queremos ser lo que decimos ser": Hna. Joan Chittister. (Foto: Dreamstime/Remus Rigo)
Problema: el tiempo es implacable. Avanza sin respetar nuestro propio ritmo de cambio. Planta el mañana y desarraiga el ayer hasta tal punto que si vivimos en una ciudad toda la vida, moriremos en la misma ciudad pero nunca la reconoceremos cuando nos vayamos. El antiguo mercado del barrio hace tiempo que oscureció. Los grandes almacenes del centro son ahora una cafetería de comida rápida y una cadena de extrañas oficinas.
El antiguo centro de la ciudad está en la parte alta, no en el centro, una auténtica ciudad de pequeñas tiendas junto a una salida de autopista por la que entra gente de tres estados adyacentes para comprar en megatiendas, encontrar gangas y evitar los impuestos estatales. En realidad, nadie vive al lado de ninguno de ellos. Nadie pasa por delante de estos lugares cuando va andando al trabajo. De hecho, ya casi nadie va andando al trabajo.
Los que una vez fueron los principales negocios de la ciudad hace tiempo que desaparecieron. Almacenes con las ventanas tapiadas ocupan ahora lo que en otros tiempos fueron fábricas y talleres mecánicos. Los principales productos del país que se fabricaban allí —y que alimentaron la economía local durante lo que creíamos que sería para siempre— se fabrican ahora en otros lugares y, por lo general, fuera de Estados Unidos.
"El octavo grado de humildad [de san Benito de Nursia] nos libera del compromiso servil con las costumbres del pasado. Nos libera para movernos hacia la luz del Espíritu. Nos libera para aceptar la gracia del cambio": Hna. Joan Chittister
Diez iglesias de diez confesiones religiosas estaban situadas a menos de diez manzanas unas de otras en el centro de la ciudad, pero ahora también están todas cerradas. Las confesiones no han muerto, pero sí sus congregaciones. El centro se ha convertido en un barrio bajo.
Así que la pregunta tácita es clara: ¿Queda realmente algo en alguna parte? ¿O simplemente nos deshacemos de una época tras otra en cada vez menos tiempo que nunca antes en la historia? ¿Es realmente posible el cambio o se trata en realidad de una excursión hacia la pérdida sin paliativos e incluso irreparable?
Bueno, todo depende de lo que se entienda por "lo que queda". Ahí es donde entra en juego el octavo grado de humildad. El octavo grado de humildad, dice la Regla de Benito, es "que hagamos solo lo que está respaldado por la regla común del monasterio" (inserte según vea necesario el nombre de su propia comunidad: familia, cultura, generación, país). En medio del remolino, del cambio, de la desaparición de una cultura tras otra, comienza la discusión sobre la diferencia entre la tradición y el tradicionalismo. Entre seguir adelante y aguantar.
La gran cuestión de la vida moderna, como ves, es decidir qué es lo que hay que conservar si queremos seguir siendo lo que somos —cristianos— y qué es lo que tenemos que soltar si queremos ser lo que decimos ser.
El octavo grado de humildad tiene que ver con valores que nunca cambian. No se trata de costumbres, normas, "la religión de siempre". Al contrario. En la Regla de San Benito, por ejemplo, se dice sobre la oración —la dimensión más importante de la vida monástica, después de exponer 20 capítulos sobre su orden diario— que "si algún monástico conoce un modo mejor", que lo haga.
Está claro que la tradición no consiste en aferrarse a formas pasadas. Se trata de aferrarse a las raíces de un propósito común mientras podamos algunas de sus ramas muertas. Se trata de entender por qué existimos y estar dispuestos a empezar de nuevo, si es necesario, para mantenerlo. Se trata de volver a escuchar la sabiduría duramente ganada de las generaciones que nos precedieron y hacerla realidad en nuestro propio tiempo.
No se trata de convertir la vida en un museo de cera de rarezas exóticas pero inútiles. Se trata de sacar a la luz nuevo fuego de viejas brasas en un tiempo oscuro y triste.
Lo que cuenta es el cambio que se emprende pensando en la tradición. Y para ello, el sentido de la historia se convierte en una especie de guía angelical a través de un tsunami de posibilidades. Toda comunidad espiritual necesita una memoria comunitaria que le ayude a rastrear los valores y propósitos que impulsaron los puntos altos y bajos de su desarrollo.
Lo importante no es cómo hicimos las cosas en el pasado. Eso es simplemente tradicionalismo. La esencia de la tradición reside en el por qué hacemos lo que hacemos.
Y ahí es donde la visión de Benito sobre el valor espiritual del octavo grado de humildad nos ofrece un camino iluminado a través del cambio: es la memoria de la comunidad —su recuerdo de las oportunidades perdidas, su recuerdo de los riesgos que cambiaron la vida y catapultaron a la comunidad a un ciclo vital de éxito totalmente nuevo— lo que hace del cambio un sacramento de esperanza.
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El octavo grado de humildad nos libera del compromiso servil con las costumbres del pasado. Nos libera para movernos hacia la luz del Espíritu con esperanza y con fe. Entonces, respirando la libertad que aporta la tradición, el siguiente período de nuestras vidas estará aún más en sintonía con nuestro lugar en el presente que el anterior. Nos libera para aceptar la gracia del cambio. Nos empuja a ir más allá de nosotros mismos, a la mente de Dios para el mundo, y a convertirnos en una parte viva de él.
Como dijo el benedictino padre Godfrey Diekmann, monje y liturgista: "La tradición no es la materia que transmitimos, sino la transmisión de la materia". Lo que cuenta es transmitir los valores y el propósito de la vida en lugar de aferrarse a sus formas pasadas.
La humildad inherente al octavo grado de humildad es la llamada a heredar el mundo de los demás.
Nuestras comunidades —nuestras Iglesias, nuestras instituciones, nuestras ciudades, nuestro patrimonio como nación y nuestra visión— nos liberan de tener que reinventar por nosotros mismos todos los engranajes de la vida. En cada grupo está la sabiduría del universo. Es simplemente cuestión de querer aprovecharla. En cada grupo está la respuesta a sí mismo.
No vamos a un grupo para perdernos. Vamos a los grupos para convertirnos en lo mejor de nosotros mismos y permitir que los demás también se conviertan en lo mejor de sí mismos. Vamos para encontrar la perspicacia que nos falta y formar parte de la iluminación, la tradición, que está en el corazón del propio grupo. En otras palabras, como decía Aristóteles, el todo es mayor que la suma de las partes.
Desde mi punto de vista, nuestras comunidades son el mundo en microcosmos. Es ahí donde podemos ver el valor de la tradición y la profundidad de la sabiduría comunitaria. Los grupos dinámicos se sacuden las hojas secas del pasado. Podan el árbol de la tradición una y otra vez para que en cada época siga vivo.
El símbolo benedictino de Montecassino, el monasterio de Benito, es un árbol. La inscripción en su base dice: Succisa virescit (Cortado, vuelve a crecer). Y así, la orden, la tradición, avanza de generación en generación, fluyendo por aquí, siendo podada por allá, adaptándose siempre al suelo en el que está plantada. Y lo mismo hacemos las personas.
Y en todo momento, el mensaje es claro: en un grupo no hay lugar para la rigidez, para el culto al pasado, para el miedo al futuro. Es precisamente aquí donde podemos convertirnos en tradición y sembrar el futuro con la sabiduría de su pasado, porque los seres vivos están hechos para crecer, no para fosilizarse.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 8 de mayo de 2019.