"Las diferencias son importantes. Mantienen viva una sociedad. Son un pozo de creatividad, una señal de nuevas posibilidades. Son los recursos que alimentan un nuevo futuro para todos nosotros": Hna. Joan Chittister. (Foto: Unsplash/Matteo Paganelli)
Las diferencias son muy importantes en Estados Unidos. Y siempre lo han sido. Nos encanta decir que los seres humanos son todos iguales, todos similares, todos bienvenidos, todos libres para participar en el objetivo y en la realización de la vida. Y eso es cierto, pero no del todo. De hecho nunca, ninguno de nosotros, hemos estado ni cerca de eso.
Poblaciones enteras han sido excluidas de la sociedad o la ciudadanía estadounidense en cualquier momento de nuestra historia. Pregunten a los nativos americanos, a los afroamericanos o a las mujeres.
Pregunten a los católicos si fueron bien recibidos en el siglo XIX. Pregunten a los chinos, a quienes se permitió construir nuestros ferrocarriles transcontinentales, pero no fueron libres de solicitar la ciudadanía.
Pregunten a los europeos del este qué sintieron al integrarse en Estados Unidos. Pregunten a los japoneses por lo que pasaron al intentar ser considerados estadounidenses, incluso hoy en día. Pregunten a los centroamericanos y a otros hispanos que llevan décadas recogiendo nuestras frutas y verduras si se sienten estadounidenses. Cuán bienvenidos. Cuán cuidados, aunque hayan nacido aquí, en un país con una cláusula de derecho de nacimiento que ahora pretende ignorar.
"¿No somos todos iguales? En efecto, sobre el segundo grado de humildad [de Benito de Nursia] —querer 'el bien y no el mal' para todos— descansa el vínculo indestructible de las relaciones humanas": Hna. Joan Chittister
No cabe duda: Las diferencias son importantes. Mantienen viva una sociedad. Son un pozo de creatividad, una señal de nuevas posibilidades. Son los recursos que alimentan un nuevo futuro para todos nosotros. Aquí es donde entra en juego el segundo principio de vida de Benito.
Se nos dice, en primer lugar, que seamos conscientes de la presencia primordial de Dios en la vida. Luego, el segundo principio de humildad procede lógicamente del primero: si Dios es la fuerza motriz de nuestra vida, entonces la voluntad de ese 'Dios amoroso' será, por supuesto, lo mejor para nosotros, para todos. Si eso es así, no intentamos sustituir nuestra voluntad por la voluntad del Creador para la creación.
Pero, ¿cuál es exactamente la voluntad de Dios para la humanidad? La respuesta nos llega clara y sencilla a través del profeta Jeremías: "Os deseo el bien", dice Dios, "y no la desgracia".
La voluntad de Dios para la creación, según el segundo grado de humildad de la Regla de Benito, es la plenitud de la creación, toda la creación. Y si realmente crees que el 'Dios único' nos creó a todos, entonces debes darte cuenta de que la voluntad de Dios para nosotros es la voluntad de Dios para todos: es "bien y no aflicción".
Entonces nuestro mantra actual 'América primero' se derrumba con un ruido ensordecedor que se oye en todo el mundo. Entonces nos preguntamos por qué ahora nunca nos sentimos realmente seguros. Entonces nos damos cuenta de que para 'ganar, ganar, ganar' debemos, por supuesto, enfrentarnos al resto del mundo. Lo que en realidad significa que Estados Unidos nunca volverá a ser grande. Grande por ser un país muy pacífico, muy solidario, muy confiado, muy en paz en el mundo.
Puedo entender que a algunos les parezca forzado utilizar una espiritualidad del siglo VI como espejo del siglo XXI. Pero el hecho es que, aunque la historia ha cambiado en este tiempo, la humanidad no lo ha hecho.
Las mismas emociones, suposiciones, valores y actitudes de un siglo siguen apareciendo en una situación tras otra porque son endémicas de la naturaleza humana. Son la materia prima del crecimiento humano, y también de su deterioro. Los mismos sentimientos, miedos, deseos y aspiraciones aparecen una y otra vez, a veces para gloria de la raza humana, a veces para nuestra vergüenza.
Por ejemplo, Alejandro Magno se propuso construir el imperio que acabara con todos los imperios, y lo mismo hizo Hitler, pero ninguno de los dos lo consiguió. César se peleó con sus consejeros y Churchill también. La gente envió a sus hijos a morir en la Revolución Francesa hace siglos, igual que hicimos nosotros en la nuestra. Las Iglesias de la Reforma lucharon por honrar los dogmas de la Iglesia y seguir renovándola, y nosotros también.
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La verdad es que no es nada forzado comparar cómo el perfil humano se sigue construyendo sobre el cuerpo y la mente, la materia y el espíritu, la razón y el sentimiento. O como dice el personaje judío Shylock en El mercader de Venecia de Shakespeare en sus pretensiones de formar parte de la humanidad universal en la Venecia antisemita:
¿No tiene un judío manos, órganos,
dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? (...).Si nos pincháis, ¿no sangramos?
Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?
Si nos envenenáis, ¿no morimos?
¿No somos todos iguales? En efecto, sobre el segundo grado de humildad —querer "el bien y no el mal" para todos— descansa el vínculo indestructible de las relaciones humanas.
Heráclito escribe: "El carácter es el destino". ¿No son la dignidad humana, la decencia del respeto y el deleite en las cosas de la creación la verdadera respuesta a la satisfacción humana, a la paz mundial, a unas relaciones humanas honorables y santas?
Desde mi punto de vista, eso no significa que tengamos menos. Significa que desearemos para los demás lo que necesitamos para nosotros mismos y, con incontestable carácter cristiano, nos uniremos a ellos en su derecho a tenerlo.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 13 de febrero de 2019.