Una mujer reza durante una representación del viacrucis durante la temporada de Cuaresma en la Catedral Metropolitana de Managua, Nicaragua, el viernes 17 de marzo de 2023. En medio de las tensiones entre el Vaticano y el gobierno de Daniel Ortega, los católicos escenificaron la conmemoración devocional del último día de Jesucristo en la Tierra, en los jardines de la catedral debido a la prohibición policial de celebrar festividades religiosas en las calles. (Foto: AP /Inti Ocon, archivo)
Nota de la editora: Global Sisters Report lanza Acogiendo al Extranjero, una nueva serie que examina más de cerca a las religiosas que trabajan con inmigrantes o migrantes. Las entregas presentarán a hermanas y organizaciones que colaboran en red para servir mejor a quienes cruzan las fronteras, explorarán las tendencias migratorias mundiales y abordarán el tema de la inmigración en las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos.
Hace aproximadamente un año, durante un a viaje a Costa Rica para reportar sobre inmigración —específicamente, en abril del 2023—, encontré a una hermana que daba de comer, vestir y cualquier otro tipo de ayuda a migrantes y refugiados que pasaban por las afueras de San José, la capital de este país centroamericano.
"Yo los entiendo", me dijo. "Yo lo he vivido. Hemos vivido esta situación de ser exiliadas [en] nuestro propio pellejo, como dicen. Es doloroso", se lamentó.
Meses antes, ella había sido expulsada de Nicaragua, su tierra natal, junto con otras hermanas de su congregación. En ese momento, era igual que algunas de las personas a quienes ayudaba: una mujer sin patria, una de 260 000 nicaragüenses; más del 4 % de la población que salió del país entre 2018 y 2022, según cálculos de la organización Human Rights Watch.
Pero con una diferencia: ella no eligió irse; salió obligada.
Las hermanas en Nicaragua han sido obligadas por el Gobierno a dejar sus ministerios, un exilio forzado que priva a personas pobres del apoyo que ellas solían brindarles, en medio de la inestabilidad de las instituciones democráticas.
Las religiosas han sido parte del sufrimiento por el que atraviesa la Iglesia católica en Nicaragua, me dijo una hermana con la que me reuní en enero mientras visitaba El Salvador. De un momento a otro, ella tuvo que prepararse para acoger a un grupo de religiosas obligadas a dejar su ministerio en Nicaragua.
Las hermanas ya habían planeado irse, pero su partida se precipitó tras una visita de funcionarios del Gobierno, quienes les dijeron que podían llevarse lo que quisieran, pero como las hermanas salían en autobús, solo llevaron lo que pudieron cargar. Cada una tomó una imagen de un santo en el convento y ropa; y se marcharon.
Durante el verano de 2023 empecé a compilar una lista de las congregaciones de hermanas expulsadas de Nicaragua. En ese momento, casi dos docenas de religiosas habían públicamente dejado saber de su partida. Algunas comunidades dijeron explícitamente que se les había dicho que se fueran; otras, que se iban por falta de vocaciones. Una congregación simplemente anunció que la comunidad se iba. Pero después de julio de 2023 cesaron los anuncios públicos.
Era difícil entender qué significaba ese silencio.
"Como las hermanas, muchos nicaragüenses no han tenido más remedio que marcharse”: periodista Rhina Guidos sobre las presiones del Gobierno de Nicaragua a las religiosas de la Iglesia católica.
Un nicaragüense exiliado en Costa Rica sostiene un cartel que dice: ¡Fuera Ortega y Murillo! #SOSNicaragua, durante la Vigilia de Fe y Libertad frente a la Catedral Metropolitana de San José, Costa Rica, el 19 de agosto de 2022, para protestar contra la detención del obispo nicaragüense Rolando Álvarez, de Matagalpa, por parte de autoridades nicaragüenses. (Foto: OSV News/Mayela López, Reuters)
Nicaragua, en cierto sentido, se está convirtiendo en el 'reino ermitaño' de nuestro hemisferio, una referencia normalmente reservada para Corea del Norte; pocas personas dentro del país están dispuestas a hablar de la situación que enfrentan y cada día es más difícil sacar información.
Hasta principios de enero, habían pasado tres meses desde la última vez que había tenido comunicación con alguien dentro del país. Pero días antes de mi visita en enero a El Salvador, un amigo nicaragüense —un fraile que había visitado recientemente a su familia allí— me dijo que podíamos vernos. Mientras tomábamos un café, me pintó un cuadro de un país donde la gente intenta llevar una 'vida normal', aun sabiendo que hay vigilancia del Estado por todos lados.
El fraile dijo que fue a una misa que estaba llena, que el tráfico era normal, que la gente iba al cine y a bailar, estando al mismo tiempo consciente de que "hay vigilancia o control de los poderes del Estado... pero no es un país donde la gente está de luto". También comentó que le sorprendió ver una larga fila de personas haciendo cola para comprar carros, probablemente un efecto de los que han abandonado el país y ahora están enviando dinero a casa.
En cambio, cuando lo visitó en 2018 el país parecía "como [una película grabada] después del [paso de] un huracán", tras las protestas y la represión del Estado que siguieron. Estos días, las protestas son sutiles, dijo. Todavía se pueden ver agujeros causados por balas afuera de una iglesia donde fuerzas gubernamentales mataron e hirieron a manifestantes durante ese turbulento año. No se tapan los agujeros; no porque no se pueda, sino porque no lo quieren hacer. Quieren que queden como signo de lo que ocurrió allí, afirma.
Sin embargo, la vida ha cambiado. La Iglesia sigue en marcha, pero actividades fuera de los templos necesitan permiso del Estado, y la gente tiene cuidado con lo que dice. Existe la sensación de que la situación va para largo, dijo.
Más tarde me encontré con varios católicos salvadoreños que han estado ayudando tanto a religiosas como a religiosos y a estudiantes de las universidades católicas nicaragüenses que están saliendo del país, alojándolos durante unos días hasta que decidan si se quedan o se van a otro lugar.
Al no saber quién ha salido, es difícil medir el impacto, pero el éxodo sigue.
Pocos hablan de su marcha públicamente estos días, y no se sabe mucho ya de las expulsiones de religiosas y religiosos, y tampoco de quiénes de ellos se ha quedado en el país.
"Las religiosas han sido parte del sufrimiento por el que atraviesa la Iglesia católica en Nicaragua, me dijo una hermana con la que me reuní en enero mientras visitaba El Salvador": blog de la periodista Rhina Guidos.
Como las hermanas, muchos nicaragüenses no han tenido más remedio que marcharse. Y como me dijo un estudiante de Comunicación nicaragüense —a quien conocí el 29 de enero en la Universidad Centroamericana de San Salvador, dirigida por los jesuitas—, el cambio de vida a veces ocurre antes de que una persona se dé cuenta.
"De repente, voy caminando y me doy cuenta: ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cómo terminé yo aquí?", me dijo luego de contarme cómo tomó la decisión de irse de Nicaragua después de que su universidad, parte de una red de instituciones que los jesuitas dirigen en Centroamérica, cerrara de un día para el otro.
En agosto, el Gobierno nicaragüense confiscó la universidad, despidió al personal y expulsó a los jesuitas. Otras universidades de la red, incluida la de El Salvador, se han esforzado por acoger a estudiantes y docentes tras la expropiación.
"Pero sigue esa pregunta: ¿Qué estoy haciendo acá?", dijo el estudiante. "¿Por qué se tiene el derecho, por qué alguien tiene el derecho de arrebatarte tus cosas, de la nada, para arruinarte tu vida, de cierta forma?", añadió.
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Es una pregunta que hace eco del sentimiento de la hermana nicaragüense exiliada en Costa Rica, para quien la parte más dolorosa no fue abandonar la propiedad donde su congregación ayudó a tantos pobres de Nicaragua, sino dejar atrás a la gente; quién los ayudaría en su ausencia fue una de sus preocupaciones, que se convirtió en angustia después de una conversación que tuvo con los funcionarios públicos.
"Nos dijeron: 'Esto no es nuestro problema'", contó la hermana, quien les respondió: "Pues sí, es su problema. Es su gente".
Meses después de haberse ido, todavía no los había olvidado. Ella tampoco había olvidado el dolor de haber sido expulsada, dijo.
"Fue muy doloroso dejar la patria".