Agricultores y residentes del pueblo de Cotacombas, Perú, comparten un almuerzo de estofado de pollo en el campo. Las Hermanas Agustinas del Monasterio de la Conversión pasaron 10 días con la comunidad en los Andes. (Foto: cortesía de Diana Villarreal)
Las mujeres de los andes peruanos clavan dos estacas de madera en la tierra. Con ellas construyen un bastidor en el que tejen un telar. Una vez terminado, arrancan las estacas del suelo y, con un respeto sacro, llenan el hueco que la madera ha dejado en la tierra con unas cuantas hojas de coca. Así se restituye lo que fue quitado y se sana la pequeña herida que la Pachamama ha sufrido a causa del trabajo de los seres humanos.
Los habitantes de las montañas andinas saben que la tierra cría y protege a los hombres, los alimenta, los cubre del frío y del sol, llena el suelo de frutos y animales de toda especie, y les procura la vida. La Pachamama es un vehículo de la providencia divina, un don concreto del amor de Dios Padre que cuida y ama a sus hijos, quienes se esmeran en devolverle un poco de los beneficios que ella les regala, dando lugar así a una relación de reciprocidad que ha de conservar siempre un justo equilibrio.
De lo contrario, si son injustos, si no agradecen a la Madre Tierra sus cuidados, si dañan su superficie con métodos de labranza agresivos o si no pagan su ofrenda anual a cambio de tanto don recibido, entonces el flujo de bondad que les llega a través de ella podría truncarse y fallar. En muchos lugares ya se observa que la tierra gime, se queja, reivindica su estatus sagrado y se muestra enferma, incapaz de ofrecer al pueblo los dones que necesita para vivir.
Agricultores y lugareños del pueblo de Cotacombas comparten el almuerzo en el campo antes de su peregrinación al santuario ecológico de Ccoñamuro, dedicado a la Virgen, Reina de la Paz. (Foto: cortesía de Diana Villarreal)
En los Andes, a más de 3500 metros de altitud, es vital estar los unos para los otros, pues la vida no es fácil. Las condiciones climáticas son duras e imprevisibles. Cada día es una batalla contra los elementos: el frío, el viento cortante y helado, el sol abrasador, las laderas empinadas que imponen un continuo esfuerzo físico, la presión atmosférica que oprime los pulmones, las lluvias torrenciales en los meses húmedos y la sequía durante el resto del año. En ese contexto, y alejados de los núcleos urbanos con más recursos, el apoyo y la protección de la comunidad son el único camino para lograr una vida buena y realmente humana.
Nosotras, las Hermanas Agustinas del Monasterio de la Encarnación, hemos sido testigos de esa manera de ser de las poblaciones quechuas durante los días que hemos pasado entre ellos en un pequeño pueblo de la región de Apurímac llamado Cotabambas. En solo 10 días hemos podido tocar esa bondad natural, originaria, que se desprende de su cultura ancestral y se arraiga en lo hondo de sus ánimos. La hemos visto en los rostros de los niños, niñas y jóvenes que han asistido cada tarde a nuestros talleres y, también, en los encuentros cotidianos con los vecinos de aquel pueblo que, con sus gestos afables, nos ha acogido.
Nuestra misión allí era sencilla: profundizar a través del juego, el diálogo y la oración en el significado de la comunidad cristiana y en los frutos de paz y unidad que en ella crecen. María ha sido el modelo que ha guiado el itinerario, ya que al término de la semana tenía lugar una peregrinación al santuario ecológico de Ccoñamuro, dedicado a la Virgen, Reina de La Paz. Los talleres que realizábamos tenían el objetivo de preparar al pueblo para participar en la peregrinación y reavivar en ellos el deseo de vivir como comunidad cristiana. Ahí, la lógica de la reciprocidad, tan natural para la cultura quechua, encuentra su medida más alta al ser tocados por el amor de Cristo.
Las niñas de la Escuela de Santa Rita, dirigida por las Hermanas del Divino Amor, visitan el santuario de María, Reina de la Paz en Ccoñamuro, Perú. (Foto: cortesía de Diana Villarreal)
Para ellos, habituados a hacerse cargo de la vida del prójimo, la comunidad cristiana es una respuesta a esa intuición natural que, a pesar de ser esencial en su cultura, da signos también de una enorme fragilidad. Hemos encontrado familias dispersas y rotas, niños sin padres presentes, madres sin esposos, ancianos sin familia. La ética quechua es vencida con frecuencia por la inevitable debilidad humana, y aquello que quisieran vivir, se vuelve imposible.
La Pachamama otorgó al pueblo quechua valiosos recursos y una espiritualidad única que les hace habitar el mundo como un templo donde encuentran a Dios. Estas bendiciones les han hecho ricos en valores humanos y curtidos en el esfuerzo del trabajo duro. Este pueblo nos ha dado tanta vida en los últimos diez días, pero también nos ha contagiado la tristeza de sus heridas.
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Gracias a Dios y a la bondad de muchos, no faltan manos que ayuden a quienes más sufren; y junto a cada sufrimiento, hemos encontrado un bálsamo. Los ancianos sin familia son acogidos en una bellísima ‘aldea’, construida y gestionada por los hermanos agustinos, en la que varias personas se encargan de su cuidado y les procuran una vida digna y bella. Más de 200 niños y niñas tienen acceso a una educación de calidad en el colegio Santa Rita, a cargo de las Hermanas del Divino Amor. Allí mismo, las hermanas dirigen un internado donde residen 50 niñas que de otra manera no tendrían posibilidad de estudiar y, por tanto, de atravesar los límites de la pobreza y, tantas veces, de la marginalidad.
Una de las personas mayores acogidas por los hermanos agustinos en el pueblo de Cotambambas, Perú, conversa con la Hna. Laura Palomino Carreño. (Foto: cortesía de Diana Villarreal)
No solo las religiosas o los sacerdotes cuidan de este pueblo. Los vecinos de Cotabambas nos han mostrado también con sus actos el significado de la reciprocidad quechua madurada al calor de la fe. Protegen con valentía a la Madre Tierra y la cultivan con esfuerzo, esperando que siga dando los frutos necesarios para continuar viviendo en ella y de ella. Reinician mil veces la vida, después de cada golpe, con la esperanza de que mientras haya vida sea posible seguir adelante. Comparten comida y techo, cuidan de los que han sido abandonados, luchan por conseguir mayores recursos sociales, buscan a Dios y le rezan, pues confían en sus manos de Padre. El amor se hace concreto en la generosidad de unos con otros, en la que despunta la mejor humanidad.
Ellos, que en principio eran receptores de nuestras actividades evangelizadoras, nos han evangelizado con sus vidas, pues en ellas hemos encontrado verdaderas semillas del Evangelio. Su compañía sencilla ha dejado en nosotras el deseo de quedarnos a su lado y de caminar juntos hacia el Reino nuevo que poco a poco está brotando. La solidaridad nos hace a todos iguales, hermanos, hijos de un mismo Padre y moradores de una misma casa común.
Nota del editor: Esta columna escrita originalmente en español, fue primeramente publicada en inglés el 17 de julio de 2023.