Hna. Begoña Costillo con una mujer y su hija en el Monasterio de la Encarnación en Lima, Perú. (Foto: Hnas. Laura Miyagui y Marlene Quispe)
La primera vez que me crucé con ella en el hall de nuestro monasterio; entonces, cargaba un niño pequeño en brazos y dos más, de 6 y 8 años, que no se separaban de su lado. Hablamos un rato sobre lo difícil que le era vivir y salir adelante ella sola con tres hijos y sin oficio alguno. Vendía caramelos en las calles de Lima —aún hoy lo hace— y con eso iba tirando para hacer frente a la multitud de gastos que los hijos traen consigo. Era joven y, a pesar del desgaste que la vida y la pobreza le han impuesto, al mirarla me parecía guapa, bella desde el fondo de sí. Tenía en la mirada una fuerza inofensiva y amable que la hacía inmediatamente digna de confianza.
Aquella mañana, Maritza (nombre ficticio) me contó algunas cosas. Que estaba sola, porque el padre de los niños se fue un día sin muchas explicaciones. Que no encontraba un trabajo en buenas condiciones porque no tenía ninguna formación, pero que se las arreglaba para mantener a esos tres chiquillos a los que amaba más que a su vida. Que vivían en un cuarto alquilado lejísimos del centro de la ciudad, en esos barrios paupérrimos que en las afueras de Lima existen a millares y son incontables, inabarcables, plagados de viviendas de plásticos, maderas o ladrillos sin cubrir. Allí podían pagar, con suerte, lo que valían los pocos metros cuadrados en los que consistía su hogar. Había un colchón en el que dormían los niños y ella se acostaba sobre un cartón en el suelo.
A pesar de todo, no parecía amargada o resentida ni se lamentaba del destino que le había tocado, simplemente lo asumía. Expresaba, eso sí, una angustia controlada y justa ante aquella circunstancia que le abrumaba por todas partes. La angustia era ya una compañera cotidiana a la que se había acostumbrado, pensando, quizás, que la mayoría de las personas la sufren de igual manera, que es lo normal vivir así, angustiada, luchando sin parar, carente de muchas cosas, pasando frío y miedo, pidiendo a otros para comer.
Eso fue lo que pude hacer por Maritza en aquel momento: ofrecerle alimentos que le durarían un par de días. No era mucho. Más bien me parecía a mí que era nada. Y sin embargo, ella recibió la bolsa con una gratitud que me derrumbó. Como si yo, por darle, fuese buena y ella, por recibir, fuese deudora de mi bondad.
Es casi hiriente esa humildad de los pobres que desvela la indiferencia de mi corazón, tantas veces alejado del sufrimiento de mis hermanos maltratados por la injusticia y el olvido, desterrados a lugares escondidos en los márgenes de nuestras grandes ciudades.
La verdad es que aquello que yo le daba era en realidad suyo y yo estaba en el deber de devolvérselo. Lo han explicado mil veces los santos, como Juan Crisóstomo: “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. O Gregorio Magno, que advierte: “Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que le devolvemos lo que es suyo”.
Niños de bajos recursos económicos son atendidios en la jornada de oftalmología de la campaña de salud ‘Effetá’ que organizan en el Monasterio de la Encarnación las Hermanas Agustinas Contemplativas. (Foto: Hnas. Laura Miyagui y Marlene Quispe)
Les damos a los pobres lo que les pertenece, lo que es suyo, porque aquello que les falta les fue robado en algún punto de su historia, incluso desde su nacimiento, cuando al salir del vientre materno les arrancaron del útero en el que eran perfectamente alimentados, vestidos y cuidados y hubieron de esperar esos dones de otras personas. Entonces, la mala suerte, las estructuras de injusticia, el abuso, el pecado ajeno y el misterio del mal que golpea a los inocentes, les hicieron pobres de todo.
Esa es la vida de Maritza que, con el tiempo, siguió contándome que nació en la sierra de Perú, en un pueblecito como tantos otros, pequeño y pobre, pero digno. Sus padres quisieron darle una educación que no podían permitirse y, para suplir su déficit, decidieron enviar a Maritza, con apenas 9 años, a servir en una casa acomodada de Lima en la que, además de trabajar, la enviarían a un colegio.
El acuerdo, sin embargo, se rompió nada más pisar su nuevo domicilio y, en vez de asistir a una escuela y recibir una buena educación, fue esclavizada en todo tipo de trabajos domésticos y encerrada en la casa durante años sin poder salir ni hablar con su familia. A los 20 años se armó de valor y escapó de su cautiverio. No tenía nada ni a nadie, así que se juntó con el primer hombre que le prometió protección y cariño. Con él tuvo estos tres hijos que hoy son su razón de vivir, pero, de nuevo, fue abandonada.
Cuando la conocí, hace ya cuatro años, Maritza no sabía leer ni escribir, y no tenía ni idea de cómo criaría a sus hijos. Desde entonces, la comunidad de hermanas ha ido acercándose poco a poco a su vida, a través de los ‘Encuentros de misericordia’. En ellos compartimos con un grupo de más de 100 personas el pan de la Palabra de Dios y algunos alimentos, y entre la oración, el desayuno y las canciones, se van tejiendo relaciones de amistad mutua.
Para nosotras, las hermanas, sus rostros y sus vidas son presencia viva de Dios Padre que habita en el corazón de los humildes. Ellos son la carne de Cristo, pues Él ha dicho: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40), y nos traen con su visita la salvación, el Reino de Dios que despunta ya en la tierra.
Para ellos, nuestra acogida y cuidado son un bálsamo que les devuelve la medida de su infinita dignidad y les despierta del sueño de la impotencia al deseo luminoso de caminar hacia delante, de buscar el bien y la justicia, de progresar hacia una vida mejor, de ser los protagonistas del cambio que necesitan. Nosotras tratamos de acompañarles y apoyarles, ofreciéndoles recursos y oportunidades en los ámbitos en los que nos es posible.
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Así, Maritza ha aprendido a leer y escribir en el monasterio, gracias a la ayuda de una voluntaria de España. Además, sus hijos han participado en nuestros campamentos de verano, en los que han vivido una experiencia sana y alegre que les servirá de referencia siempre. Y toda la familia ha pasado por nuestra campaña de salud ‘Effetá’, en la que han recibido lentes gratuitas.
Con estas sencillas ayudas vamos abriendo juntos un camino nuevo que, si bien es aún muy incipiente y lleno de dificultades, se va haciendo cada vez más claro, paso a paso, día a día, impulsado por la potencia misteriosa y escondida de la misericordia de Dios.
Después de cada ‘Encuentro de la misericordia’ me pregunto si somos nosotras las que realizamos una obra de misericordia con ellos o, más bien, ellos los que tienen misericordia de nosotras, pues su mirada limpia, humilde y llena De Dios nos abre las puertas del cielo.