El cielo eterno se extiende sobre todos nosotros; se extiende ancho y eterno, como siempre. (Foto: Unsplash/Rodion Kutsaev)
En los Evangelios hay tres personajes que son mis favoritos (aparte de José, por supuesto). Ninguno de ellos es apóstol. Ninguno es discípulo. Entre mis favoritos no hay recaudadores de impuestos, ni fariseos de buen corazón. Ni siquiera aquel hombre bajito que trepa a un árbol para poder ver bien, aunque está muy cerca (Lucas 19, 1-10).
Mis personajes favoritos son dos hombres fornidos, y sin nombre, que llevan a su amigo en estado comatoso, sin saber de sí, y quien es demasiado pesado. Los dos saben exactamente hacia dónde se dirigen.
La casita, cabaña, o cobertizo, refugio típico de la época, está abarrotada hasta el techo, porque Cristo está dentro, y hay una larga fila de carencias tras la única puerta. Eso permite que la parte trasera de la casa quede despejada.
Dos de los hombres colocan suavemente al tercero en el suelo. Entonces, uno engancha sus manos y sube a su amigo al tejado. Después, coge con cuidado al amigo enfermo, se lo sube al hombro como si fuera un saco de papas y lo deja en el tejado, hasta que su amigo lo agarra y lo desliza suavemente hasta un lugar seguro. Luego le da a su compañero una mano. Después, los tres se dirigen lentamente hacia el lugar del tejado donde pueden oír la voz de Cristo abajo.
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Entonces, mis personajes favoritos de los Evangelios hacen un agujero en el tejado —¿cómo?, no tengo ni idea—, lo suficientemente grande y lo suficientemente ruidoso, para que los que están en la abarrotada habitación de abajo alcen la vista, al igual que Cristo, porque Él sabe lo que se avecina, y quién.
Los dos hombres sostienen a su amigo, uno a cada lado, y lo bajan suavemente por el agujero del tejado, hacia abajo, lentamente, hasta que sus brazos no dan más, y sueltan a su amigo, dejándolo caer en el regazo de Jesús.
Arriba, en el tejado, mis personajes favoritos de los Evangelios sonríen de oreja a oreja y toman asiento con una vista privilegiada del milagro que ocurre abajo: su amigo, en el regazo de Cristo.
Y he aquí que el firmamento infinito brilla sobre ellos.
A veces, la historia del Evangelio se hace cercana y personal.
Estoy con mis dos hermanos junto a nuestra madre, que agoniza en una sección improvisada de la sala de recreo de una residencia de ancianos. Me aferro a los pies de mi madre con sus zapatos favoritos de Kmart, una tienda de descuento, sujetándolos con fuerza, mientras mis hermanos miran por la ventana. Deberían estar mirando al techo.
Hay un agujero en el techo y un agujero en mi corazón. No quiero ver a mi madre levantándose de esa cama improvisada, subiendo y atravesando el agujero del techo, aunque sé que Cristo la está esperando allí; lo que no dice mucho de mi fe, ¿verdad?
De alguna manera las cosas suceden al revés. Yo soy la hija que sostiene a su madre y Cristo está en el tejado, sonriendo, mientras mi madre se levanta para caer no en su regazo, sino en sus brazos.
Y ahí no acaba todo. Primero uno, luego otro —la familia, los amigos, los seres queridos—, uno a uno se aferran a los zapatos de mi madre, esos simples de Kmart, y se elevan con ella a los brazos de Cristo que la esperan.
Tampoco estoy sola. Infinidad de personas llegan con sus brazos cargados de miseria a las puertas del Salvador. Alrededor del mundo y aquí en la puerta de al lado, la gente lleva a los enfermos, los acuna en sus brazos y los levanta en sus hombros para traerlos al corazón de la Misericordia.
El firmamento infinito se extiende sobre todos nosotros, se extiende ancho y eterno. Como siempre.
Nota del editor: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 15 de febrero de 2021.