(Foto: Unsplash/Hassan Ouajbir)
Lo recuerdo claramente. Era un día como cualquier otro, no había pasado nada especial. Mi día en la escuela había transcurrido como de costumbre, mis alumnos se dedicaron a ser solo niños, mi director me había pedido un informe de datos y yo tenía planeaciones y un curso de capacitación programado para ese fin de semana. Era un jueves por la tarde. Salí de clase y caminé por un estacionamiento vacío hasta mi auto. Me senté al volante y, mientras me preparaba para salir, repentinamente me empezaron a brotar lágrimas. Faltaban pocos días para que el mundo diera un vuelco con la noticia de una pandemia de COVID-19 que más tarde resultaría devastadora.
He pensado que tal vez aquella noche en mi auto fue una advertencia profética de los años de encierro y distanciamiento social que vendrían después, pero me doy cuenta de que fue todo lo contrario. Fue más bien una revelación, la forma que tuvo Dios de sacarme a la luz después de haber estado mucho tiempo en la oscuridad. La Hna. Jessica Powers dijo en uno de sus poemas: He salido de una estrecha oscuridad a una cornisa de luz. Soy de Dios; no fui hecha para la noche. Esto es exactamente lo que yo sentía. Aunque Dios necesite tiempo y oscuridad para alimentar algo en mí, yo prefiero la luz. No estoy hecha para la noche.
Admiro a las personas que son capaces de encontrarse a sí mismas en la noche oscura del alma. Yo no soy una de ellas. Una hermana muy sabia me dijo que la razón por la que me sentía incómoda en la oscuridad era porque siempre había encontrado a Dios en la luz. Y, sin embargo, parece que a Dios también le gusta esconderse en la oscuridad. Hay muy pocas ocasiones en las Sagradas Escrituras en las que Dios se revela a plena luz del día.
Uno de esos momentos fue la transfiguración. Me pregunto qué experimentaron los discípulos en la cima de la montaña. ¿Quedaron cegados por la luz repentina que experimentaron? El Evangelio describe a Jesús durante la transfiguración con un rostro que brillaba como el sol y ropas blancas como la luz. Probablemente, los discípulos no se daban por enterados de lo que estaban presenciando cuando, a continuación, apareció una nube brillante que proyectó una sombra sobre ellos, desde donde oyeron una voz que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; escúchenlo".
El Evangelio dice que los discípulos tenían miedo. Creo que, si yo hubiera estado allí, habría estado aterrorizada, además de sentir un sinfín de otras emociones. Sin embargo, a pesar de lo que Pedro pudiera haber sentido, estaba ya listo para construir tiendas para Jesús, Elías y Moisés. Esto es algo que yo entiendo perfectamente: Pedro parece intentar sobreponerse a lo que está sintiendo para poder controlar el entorno (algo que sí puede hacer, ya que no puede controlar nada de lo que está sucediendo en esta historia).
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¿Qué les mostró a los discípulos la transfiguración de Jesús? ¿Sentían miedo de la voz que oían? ¿Temían no tener ningún control sobre la situación? Pudieron contemplar el rostro resplandeciente de Jesús, a diferencia de Moisés, quien pidió contemplar el rostro de Dios y solo se le concedió una visión parcial. ¿Qué revelaba este resplandor?
Es posible que los discípulos pudieran verse a sí mismos por primera vez como Dios los veía, creados a imagen y semejanza de Dios. Apostaría a que la luz cegadora atravesó los lugares más oscuros de su interior, trasladándolos de las tinieblas a la luz. Este acontecimiento en la cima de la montaña no solo les permitió ser testigos de la transfiguración de Jesús, sino también de la transfiguración de sus vidas y de su discipulado.
Esta fue precisamente mi experiencia aquella tarde de jueves en el coche. Al verme al espejo y ver mi reflejo, en lugar de ver a una joven abrumada que luchaba, pude ver un destello de Dios en mí. Pensé: “Así debe de verme Dios”. Aunque, en ese momento, me encontraba en un lugar incómodo y desconocido, sabía que era un lugar temporal, no un destino final. Lo que veía me revelaba que ese era un lugar en donde no podía hacer mi hogar.
La oscuridad había sido un lugar de incertidumbre, un lugar intermedio, un lugar de desconexión conmigo misma y con los demás, un lugar en el que tenía que enfrentarme a mis propios miedos e insuficiencias. Al verme en el espejo, no me convertí instantáneamente en un ser luminoso. No me transfiguré con un rostro radiante como el sol. La transfiguración que experimenté fue la constatación de que, a pesar de mis defectos e insuficiencias, soy Hija Bienamada y Dios está complacido conmigo y siempre lo ha estado. En ese momento me reconcilié con la oscuridad y dejé de luchar contra ella.
El Evangelio de Juan dice que lo que surgió a través de él fue la vida, y esta vida fue la luz del género humano; la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido. ¿Cómo podemos encontrar a Dios en la oscuridad? ¿Cómo podemos encontrar y aferrarnos a ese asomo de luz? Creo sinceramente que para que Dios atraviese nuestra oscuridad, debemos estar dispuestos a abrazarla y a abrir nuestro corazón a aquellas partes de nosotros mismos que no nos gustan. Nuestra oscuridad es solo una parte de lo que somos, no el todo. Debemos estar dispuestos a vernos como Dios nos ve. Debemos estar dispuestos a aceptar nuestra identidad de hijos e hijas bienamados.
Que todos experimentemos la luz de Dios que atraviesa nuestras tinieblas. Que todos sepamos que somos de Dios, no hechos para la noche. Y que nuestra luz brille tan intensamente que ayudemos a otros a salir de su oscuridad y aferrarnos juntos a la cornisa de luz de Dios.